jueves, 3 de enero de 2013

Carta abierta y amorosa a mis padres Juanis y Salvador


Nunca se está tan a merced del mundo como cuando se nace: uno llega desnudo ante el frío, sin cobija, sin armas, sin garras y sin un pelaje cálido para protegerse, con la suerte echada y con la mayor de las incertidumbres: ¿Qué me espera allá afuera? ¿Con qué me encontraré? ¿Quién me recibirá? ¿Habrá cuatro brazos cálidos esperándome para entibiar mi frágil cuerpo? ¿Sólo dos? ¿Ninguno? Nacer puede convertirse en la primera y mayor desgracia para un ser humano; y cuando la vida se desarrolla en condiciones adversas, cuando va cobrando forma y nos va pegando en los cachetes el aire helado de la realidad, vamos formándonos la idea de que ese dios del que vagamente escuchamos hablar en los pasillos de un reformatorio, tiene a unos cuántos favoritos en los lugares más cómodos, con todo dispuesto. Y es entonces que la vida se convierte en un infierno. Es entonces que actuamos con odio, con resentimiento, y vamos transitando por un mundo que no tiene sentido pues nunca habremos de conocer el amor. Nadie tendrá la generosidad de preguntarnos cómo nos encontramos el día de hoy, cuáles son nuestros sueños, qué podemos lograr con nuestra imaginación. ¿Pero qué podemos decir si aquellos que nos procrearon enfrentaron un camino similar? En medio de este círculo de horror que se repite por generaciones, en cada país, en cada ciudad, existen unas pocas raras excepciones. Sólo algunos cuántos corren con buena suerte cuando ven la luz por primera vez. Porque, en verdad, es sólo cuestión de suerte. No hay méritos, no hay privilegios, no se compra el futuro de nadie en una casa de subastas. No existe todavía un dios que venda garantías. Sólo existe un aquí y un ahora, un entorno y nuestra voluntad.

Yo fui uno de esos afortunados: Los recuerdos más felices que guardo emanan de mi infancia, gracias al gran amor que acompañó mis andanzas, proveniente, por supuesto, de mi familia. Fui un gran afortunado, pero no por eso fui elegido. Nadie abogó por mí en el inframundo, cuando todavía era una sombra errante. No tenía comprada ninguna indulgencia vitalicia, esas que vendió la Iglesia en algún momento de la historia. El esperma que ganó la estrepitosa carrera de mi vida no sabía si valía la pena sufrir un desgarre para que yo, un completo desconocido, viera la luz. No tenía la certeza. Pero aún así lo hizo. Y heme aquí: Cuando abrí los ojos por primera vez, ahí estaban los dos seres más maravillosos de la Tierra, con su sonrisa inmemorial, dándome la bienvenida a su mundo, a ese paisaje sublime que llamaban familia y que los dos formaban. Tuve mucha suerte. La cigüeña pudo haberme dejado en otro sitio porque la dirección en el remitente venía mal escrita. O pude haber caído en manos de algún padre desnaturalizado, que después me usara para vender chicles, pastillas y cigarros en los semáforos. Pero no. Tuve tanta suerte, quizá más de la que realmente merezco, para llegar a los infinitos brazos de Juanis y Salvador, esos dos seres tan increíbles...

Queridos padres: aquí me tienen, dirigiéndome a ustedes con absoluta confianza, hablándoles desde el fondo de mi corazón. Quiero compartirles que desde que mis hermanos y yo nacimos, su vida y la nuestra quedaron enlazadas con un vínculo amoroso, inquebrantable, orgánico, que sigue evolucionando con el transcurrir de los años. Hemos sido su principal ocupación y preocupación, eso ha quedado demostrado. Nos ofrecieron su vida en sacrificio, es decir, su vida personal: sus necesidades individuales pasaron a segundo término. No descansaron, ni aún en la enfermedad, para ofrecernos lo mejor de ustedes: por ejemplo, tú, mamá, siempre nos atendiste, despertándote sistemáticamente temprano para que todos fuéramos limpios, con el estómago satisfecho, a nuestras escuelas, a nuestros trabajos, no sin antes darnos un beso y un abrazo que reconfortaba nuestros espíritus. Y tú, papá, siempre estuviste atento a nuestras necesidades escolares, alimenticias, de vestimenta, aconsejándonos, procurando nuestro bienestar, siendo ejemplo de fortaleza, forjando nuestro carácter, promoviendo el conocimiento y enseñándonos alguna habilidad de las muchas con las que cuentas para solucionar problemas. Y cuando nos convertimos en adolescentes, ambos guiaron nuestro camino, ambos participaron en nuestro desarrollo como hombres de bien, viéndose en ocasiones en aprietos, endeudándose para completar las colegiaturas o algún material. Pero esto es sólo lo básico, lo que todo buen padre está dispuesto a hacer de corazón. Pero ustedes fueron muchísimo más allá: Nos educaron en el amor, esa fuente inagotable de bienestar y felicidad. De ustedes hemos recibido la más hermosa lección de vida; y para lograrlo no necesitaron de ningún discurso prefabricado, no tuvieron que pagar costosos maestros, ni hacernos apantallantes regalos; no. No necesitaron siquiera, en el mejor de los casos, de palabras para transmitirnos lo que querían compartirnos. Sólo utilizaron un simple instrumento, que nos entregaron como un cofre de invaluable sabiduría: su ejemplo: Su vida es una de las obras más extraordinarias que jamás he encontrado en ninguna otra persona.

Fomentaron en nosotros la convicción de un espíritu libre, nos dieron herramientas para enfrentar la lucha diaria, con tesón, con valentía y sacrificio. Y todo en un ambiente sano, sin discordias. Nuestro hogar siempre fue un santuario, un sitio donde se respiraba aire limpio, fresco, donde había comunicación abierta, a donde siempre uno regresaba con alegría porque era un refugio de protección y sanación. Nos inculcaron el respeto por nuestro cuerpo y nos prohibieron acertadamente el beber y el fumar. Hicieron lo correcto. Sabían de primera mano las consecuencias que un terrible vicio trae consigo. ¡Cuántas veces han sido buenos con nosotros! ¡Cuán fortalecidos han salido de los problemas, de las enfermedades!
Gracias a ustedes tuvimos una infancia feliz, la mejor que un niño podría tener. Nos enseñaron a valorar las cosas. No teníamos muchos juguetes, pero los que había los disfrutamos al máximo: una bicicleta, un balón de fut, canicas, trompos, luchadores, y un Nintendo son los que más persisten en mi memoria.
Hoy he venido a este espacio irreal para ofrecerles mi respeto y admiración, para otorgarles mi inmensa gratitud, que no me cabe en estas pocas palabras, y para expresarles el cariño infinito que siento por ustedes, papá y mamá. Ante ustedes me siento como un niño. Siempre lo seré, pues me he dejado llevar por ese torrente imparable que me empuja a abrazarlos y hacerles cariños, y a comérmelos a besos. Ustedes han sido, son y serán mi principal pilar de vida. Siempre querremos seguir su camino. Siempre serán nuestro mejor modelo de vida. Nos han preparado para ser felices e, incluso, para enfrentar con valentía nuestro camino cuando ustedes ya no estén cerca.

No soy una persona religiosa y aún sigo en la búsqueda interminable de ese ser misterioso al que muchos llaman Dios. Pero si tuviera que explicar de algún modo su presencia, su rostro, su esencia, lo describiría a través de ustedes, pues en sus dos hermosos rostros lo encuentro cada vez que los miro: ustedes son esa presencia continua, trascendental, sublime, que prueba que detrás de cada suceso de apariencia trivial se encuentra un bien más grande a todos nosotros.
Los amo, papá y mamá: Mi vida la he consagrado a la conquista de mis sueños y a ser lo que realmente he querido para mí. Pero también mis pequeños actos los he pasado a través de su secreta aprobación, pues sus sabios consejos han sido fundamentales para saber si he andado por el camino correcto.

Juanis, Salvador: les doy las gracias, pues su bello espíritu también cobija la hermosa familia a la que ahora pertenezco: siempre los llevaré en lo más hondo de mi corazón.

1 comentario:

Anónimo dijo...

hermosa carta.
saludos