sábado, 21 de abril de 2012

Ana Arkadievna: una vida entregada a su pasión


Tolstoi es el maestro del realismo. No hay lugar a dudas. Sus novelas son en realidad sistemas de circuito cerrado, en donde podemos apreciar las historias en tiempo real: estamos ante la contemplación de personas de carne y hueso, con hechos casi comprobables, verosímiles, de los cuales vamos siendo testigos conforme éstos van ocurriendo. Uno casi los puede tocar: y todo porque sus protagonistas son brutalmente humanos. Si no lo creen, échenle una hojeada superficial a Ana Karenina (725 páginas, pero no se espanten), ahí podrán enamorarse de una mujer exquisita, de encantadora personalidad, inteligente, guapa, de charla cautivante y mirada penetrante: no recuerdo personaje más entrañable y conmovedor como éste, en mis tantos años de lecturas.

 He de decirles, sin embargo, que es inevitable no entrar en las oscuras cavernas de la moralidad cuando se lee a Tolstoi. Cuando terminé de leer el texto, me pregunté, ¿por qué las mujeres aman a los cabrones, y no a los hombres buenos, como debería ser? Pues por personajes como su esposo: tipos fríos, metódicos, que cuidan siempre de las formas, las normas civiles, los códigos de relación social. Batos sin sabor. Desalmados. La novela no lo dice, pero se intuye: este tipo ya no funciona ni en la cama. Alexis Alexandrovich Karenin, casado con Ana, alto funcionario del gobierno ruso, hombre importante, vive una existencia aburrida, sin grandes aspiraciones más que las impuestas por una profesión respetable que nada le retribuye en la intimidad. Personas como él se preocupan más por el qué dirán que por lo que sienten. Por eso cuando se entera de que su mujer se ha enganchado con Vronski, el atractivo militar que seduce a Ana, se acerca a ella para “sugerirle” que deje de verse con ese hombre, para guardar las apariencias. No reacciona como un verdadero macho, como suele suceder en estos casos, con impostura, con determinación y coraje, y eso le convence definitivamente a Ana de que ha vivido con un hombre sin espíritu: más le hubiera valido sentir celos, haberla golpeado, haberla hecho entrar en razón por la fuerza; pero en lugar de eso salió a flote su tibieza, su moralidad rayana en el absurdo que a Ana sólo le provocó rabia, asco y decepción.

 La novela se llama Ana Karenina pero bien debió llamarse Ana Arkadyevna, que es el nombre de soltera de la protagonista. ¿Por qué entonces el autor la tituló así? Pienso que se debe, en gran medida, por la influencia negativa que provocó en Ana su fracasado matrimonio: esa imposición de las normas sociales la ató definitivamente. Fue un grillete de por vida que le llevó a su derrumbe personal.

 Lo que le ha sucedido a Ana es una desgracia. Pobre de ella. La sociedad la condenó severamente al separarse de su marido. No podía ir siquiera al teatro. Hoy en día a nadie le importaría, pasaría desapercibida entre el montón de familias modernas disfuncionales. Pero en aquella época cuando fue escrita esta novela (1877) era algo terrible. Las mujeres la despreciaban, sentían lástima por ella; y aunque a algunas les causaba cierta simpatía, por su valor, por la determinación que mostró en llevar su deseo a la ignominia, al final siempre prevalecía el rechazo. Pero también Ana tuvo lo suyo (sí, eso la hacía humana): Por dejarse llevar por sus pasiones dejó a su hijo en manos de su padre; y desde entonces, se olvidó de él. 

Muchos piensan que el alter ego de Tolstoi en la novela era Lennin, un campesino-filósofo militante del partido socialista, que reflexiona constantemente sobre el destino del pueblo ruso y su papel como ciudadano. Pero no. La verdadera personalidad de León está en Ana. Lo veo claramente: A León Tolstoi y a mí nos separan unos 70 años de distancia (murió el día que comenzó nuestra Revolución). Pero lo veo sentado en una silla, reflexionando. Puedo imaginar su vida. De joven era un aventurero. Era un bohemio. Le encantaban las mujeres. Tuvo muchos hijos. Fue feliz. Hacía el bien. Se preocupaba por la gente, ayudaba a los que podía, vivía en profunda comunión con la raza humana. Y al final de sus días, algo le ocurrió. Se despojó de todo, hasta de su familia. Se convirtió en asceta. Se fugó. Tuvo un destino similar al de Ana. Terminó en desgracia. Tal vez tuvo una revelación mística. Tal vez sólo fue locura. Murió en condiciones extrañas, en una estación ferroviaria (al igual que su protagonista). Personas como ellos merecen ir al cielo, en caso de que exista. Porque nada los limitó a buscar (y a veces encontrar) la felicidad plena. Esa que nos está prohibida a toda costa, esa que nos esconden a diario los medios, el capitalismo, la religión, que la disfrazan y nos la muestran como lobo dentro de una piel de cordero.

 Ana y León, esos seres de carne y hueso, ahora nos sonríen desde las alturas. Nos guiñen el ojo. Están felices de no haber coincidido con nuestra era (no habrían podido con nuestros iPods, con nuestros Twitters). Pero se compadecen.

 Yo desde aquí les mando un caluroso saludo.