domingo, 20 de noviembre de 2011

Resplandor eterno


Pareciera que los libros viajan, que vuelan y se mecen con el viento. Es como si de pronto les salieran patas y emprendieran una travesía desde el lugar en donde estaban hasta nuestras manos. ¡Qué odisea fascinante tienen que vivir los libros para hallarnos! ¿Nosotros los buscamos o ellos nos eligen para que los leamos? Es un misterio que no pretendo resolver.

Lo que sí puedo hacer es hablar de mi experiencia con los libros, esos objetos sin vida que me han dado tanto. Porque la lectura siempre me ha resultado fascinante. Es un viaje personal, sin salir de casa, un sumergirse a universos paralelos que construimos en cada sentada. No importa en qué lugar nos encontremos: en la comodidad de la sala, en la cama o en la taza del baño mientras liberamos todo aquello que nos sobra, siempre nos escapamos de la realidad para habitar otro escenario, otros mundos.

Mi primer encuentro con un libro fue a los 14 años, si mal no recuerdo. Fue un libro de cuentos de Jorge Ibargüengoitia, “La ley de Herodes”. Me encantó. Se me hizo tan sencillo de leer y muy divertido. Me enganchó. Me sedujo. De ahí en adelante quise más. Le dije a la lectura “no pares, sigue”. Entonces me topé también con “Los viernes de Lautaro”, de Jesús Gardea. Luego vino Stephen King con su conocida fórmula de terror, “La expedición”, y la búsqueda siguió su propio rumbo. Son títulos que por cierto aún conservo.

Hace unos días hice un inventario de mi biblioteca personal. Fue una actividad que a ojos de una persona práctica, agitada por el torrente cotidiano de las prisas, pudiera parecer tonta. Pero para mí fue un verdadero placer. Porque leer es un placer. Hay quien se rehúsa a creer esto tan cierto. Leer es muy rico, espiritual y corporalmente hablando; te relaja, te serena, tu cerebro libera endorfina, casi como cuando se tiene una eyaculación pero sin mancharte ninguna parte de tu piel. De este recuento de libros me salieron algunos datos interesantes, como el hecho de que técnicamente fueron ciertas mis preferencias, es decir, los números no mintieron cuando he afirmado que mis autores favoritos son Julio Cortázar, Jorge Ibargüengoitia, Enrique Serna, Mario Vargas Llosa, pues fueron los escritores más numerosos en mi librero.

Lamentablemente, mi mente alzheimeriana ya se encargó de borrar los detalles de la trama de cada libro que he leído, pero el recuerdo y la grata sensación que me dejaron al terminar su lectura es imborrable, aunque trate de remojar sus huellas con Ariel quitagrasa. Ahí están, palpables, me vuelven a arrancar una sonrisa cuando miro esos libros, es increíble.

Para un lector voraz como yo, que raya en el fetichismo, es un gustazo entrar en una librería: uno parece niño en una tienda de juguetes: cuando entras no hayas para dónde correr, se te sale la lagrimita. Es todavía más intenso el placer de visitar las librerías de viejo o de libros usados porque a veces te encuentras con verdaderas joyas. No entiendes la inconsciencia de la gente al ir a vender grandes obras, no saben el verdadero valor que adquieren ciertos ejemplares que por cosas del destino van a caer en esos recintos polvosos. Una de esas joyas literarias que he pepenado es la gran novela de Julio Cortázar, “Rayuela”, en una edición novel de Editorial Sudamericana. La tengo como mi biblia particular. Hasta forradita y toda la onda. Pero hay ocasiones en que el libro en sí, como objeto, me resulta muy atractivo. A veces con sólo ver un libro guapo, bonito, soy seducido y no hay de otra más que llevármelo a casa, no sabiendo si quiera quién diablos es el autor ni de qué trata su historia. Lo que sí es cierto es que cuando visitas una librería de viejo es un asunto muy íntimo, muy solitario. No vas precisamente a conocer chicas hermosas, porque nunca las habrá. Simplemente vas a echarte un taco de ojo literario y nada más; no vas a toparte con buenas nalgas, eso es definitivo.

He recorrido librerías de viejo (pocas en realidad) de Torreón, Saltillo, Monterrey, Guadalajara, Toluca, Cali y La Habana y en todas ellas me he dejado llevar por sus estantes pobres, maltrechos, sucios, llenos de polvo, en donde sería casi suicida soplar como el lobo feroz porque te verías envuelto de pronto en una tormenta de arena que te asfixiaría.

Leer es útil. Nunca será pérdida de tiempo, como pretenden hacernos creer los pragmáticos. Me atrevería a decir que hasta nos hace mejores personas. Un poco, al menos. Porque despierta nuestros espíritus, los hace un poco más libres. Porque leer abre un baúl en nuestros corazones. Hace que brille nuestra alma. Y ya nunca para de deslumbrarnos. Si hay una forma utópica de detener la violencia que nos está oxidando, que nos está hundiendo, es quizá, poner a leer a los niños, a los adolescentes. Y darles un poco de amor. El futuro a mediano plazo no me dejará mentir.

Si no, al menos el resplandor que deje en sus espíritus hará que la soledad sea menos oscura.

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