jueves, 14 de octubre de 2010

Un don


Te encuentras confundido, mareado (más bien crudo), un domingo por la mañana, y tomas, como puedes, el control de la televisión. No hallas qué ver. No hay nada. Le estás cambie y cambie; cuando de pronto, irrumpe en la pantalla, un canal de música acá, loco, muy culto, de esos donde presentan a grandes intérpretes de la onda grupera, con escenas de telenovela, donde un gordito simpático de cabello largo saca a relucir un talento actoral insospechado, haciendo el papel de galán que sale en busca de su amada, una güerita despampanante, de las que bailan afuera de los oxxos. Todo esto sucede normalmente los domingos, cuando buscas algo qué ver en la televisión abierta porque no tienes cable. Sí, es una verdadera desgracia. Descubres lo que ya se sabe: que la música se ha banalizado terriblemente.

Adentrándome en el mundillo de la composición, encuentro que existen dos clases de compositores: aquellos a los que les pagan por hacer una chamba musical; y los otros, los comprometidos con el arte de sus canciones. La diferencia básica es que los primeros cumplen un objetivo concreto: que un intérprete logre posicionarse en la industria musical. Es obvio que las canciones mejor logradas son las realizadas por los segundos. Esto, sin embargo, no es justificante para que los temas que escuchamos en la radio, en la televisión, sean realmente deplorables. Me explicaré.

Hay ciertas reglas no escritas en el arte de la composición. Mencionaré sólo algunas: correcta acentuación de las palabras, seguimiento puntual de la métrica, no abordar temas trillados ni usar lugares comunes, y no realizar melodías predecibles. Una buena canción no necesariamente tiene que ser un gran poema; aunque ambas debieran ser un vehículo que nos conduzca al asombro. Un tema musical no tiene que enseñarnos nada de la vida y tampoco tiene que ponernos a indagar sobre el sentido de la existencia, pero sí debiera trastocarnos. No deja de ser, a final de cuentas, una obra de arte: son manifestaciones insobornables del espíritu.

Los compositores que escriben para artistas como RBD, Belinda o Paquita La Del Barrio, tienen algo en común: son unos huevones. No se quiebran mucho la cabeza, con que encuentren una melodía pegajosa, le metan dos o tres versos cursis, un “eres el aire que respiro”, “no puedo ya vivir sin ti”, o un “muéveme el pollo que está en el asador”, ya la hicieron. Lo más patético es que hay quien cree que son unos genios, que tienen malicia para hacer estos artefactos maravillosos. Pero no se confundan. Hablar sobre temas “modernos” en las canciones, meterle palabras como facebook, meils, o abordar el machismo de manera abierta, o sobre la liberación femenina, o el narco, no es tener malicia. No pierdan de vista que los compositores de esta calaña sólo buscan llamar su atención. Son, en cierto sentido, mercadólogos. Les quieren vender, y punto.

Es triste escuchar canciones sin pies ni cabeza. Letras escritas sobre una servilleta. Los compositores no se toman la molestia en hacer encajar de manera natural las palabras sobre la melodía. Ahí donde no cabe cierto verbo, ahí mismo lo quieren meter los irresponsables, como si quisieran empujar a un elefante en un pobre bochito. Pongamos por ejemplo una canción del Buki, “Si te pudiera mentir” (que lo único rescatable son los arreglos), aquella que dice, “no existe fórmula para olvidarte, que eres mi música y mi mejor canción”. La melodía exige acentuación en ciertas sílabas, de manera natural, es como un río que va buscando su propio cauce, pero Marco Antonio Solís quiso conducirla por su propio arroyo, valiéndole, y derivó en esta mala pronunciación: “no existe formulá para olvidarté, que eres mi musicá y mi mejor canción” (las tildes son mías). O el caso de una canción de Kalimba (que por cierto canta muy bien), el tema “Antes de ti”, monumento a la monotonía, donde se oscila dramáticamente dentro de un Re y un Sol en toda la canción, además de que el estribillo no es sino una continuación invariable de las estrofas.

En general hay buenos músicos en México, pero malos compositores. Es cierto que distintas canciones provocan diversos estados de ánimo: uno no prende una balada para ponerse a bailar, y tampoco escuchamos una cumbia para hacer un viaje místico, alucinante, a las profundidades del alma. Pero el oído no miente: la sonoridad de las palabras, su métrica, lo dicen todo. La letra y la melodía deben hacer un baile acompasado, rítmico, sutil, deben ir juntos, como el vuelo de las aves, nunca chocando, nunca amontonándose, siempre buscando la perfecta armonía que nos haga vibrar.

Porque la música, ese don que nos dieron a nosotros y a los animales, es de las cosas que le dan sentido a la vida... Por eso: ¡Di no a la banalización de la música!