martes, 16 de marzo de 2010

Mirando las estrellas


Escaparse por un fin de semana de la rutina del trabajo (y de la ciudad) es de por sí algo satisfactorio; ahora, hacerlo para asistir a una velada astronómica en las Termas de San Joaquín, ha sido una experiencia realmente enriquecedora. El Iván y yo agarramos nuestras chivas el sábado por la tarde y nos lanzamos a aquel paraje desértico que se encuentra un poco más allá de García, Nuevo León. Era la primera vez que asistíamos a un evento de esta naturaleza. Y quedamos encantados, la verdad. Decenas de personas llevaron sus telescopios y nos dejaron ver a través de ellos los tesoros que guarda el espacio: galaxias, cúmulos globulares, estrellas, planetas, nebulosas. El motivo de ese encuentro fue la preparación para el Maratón Messier 2011, ¿y qué rayos es eso? Pues es un concurso en el que se trata de localizar la mayor cantidad de objetos posibles, relacionados con el catálogo Messier, que es un estándar internacional para fichar los diferentes cuerpos celestes que se pueden ver desde nuestra Tierra.

Charles Messier fue un astrónomo francés, un cazacometas. Él se la pasaba viendo el cielo y lo que encontraba lo registraba en una listita. Al poco rato ya había juntado un buen número de objetos y se le ocurrió publicarlo en 1774. Hoy en día la raza conoce su lista como catálogo Messier y es una serie de cuerpos celestes que se numeran del M1 al M110. Cuenta la leyenda que Messier inauguró su catálogo con M1 (la Nebulosa del Cangrejo) la noche del 28 de agosto de 1758, cuando buscaba en el cielo el cometa 1P/Halley en su primera visita predicha por el astrónomo inglés. En realidad él no descubrió todos los objetos de su catálogo ya que muchos fueron observados por el también francés Pierre Méchain y, años antes, por otros astrónomos como Edmond Halley. El primer verdadero descubrimiento de Messier fue el Cúmulo globular M3 en Canes Venaciti en 1764.

Ver a través de un telescopio es algo chido, la verdad. Aunque al principio (yo bien inocente) creí que vería las cosas como aparecen en las fotografías en internet, bien chingonas, las galaxias con sus brazos en espirales, los pilares de la vida, o supernovas en pleno estallido, pero no, al principio me desilusioné un poco porque las cosas no eran así, tengo que confesarlo. Pero bueno, lo que puedes apreciar a través del ocular es apenas una mirruñita; es un espacio muy reducido, pero se debe tener paciencia porque hay ciertos factores que favorecen una buena o mala observación. Por ejemplo, si hace mucho viento, como normalmente sucede en un lugar apartado como aquel, te va a tocar ver una imagen borrocita porque el viento provoca que se mueva el telescopio. También influye la luminosidad de los alrededores. Por eso conviene alejarse lo más que se pueda de la ciudad para que la mancha luminosa no afecte la visión. También tendría que decir que hay algunos inconvenientes cuando se sale a una observación: el frío. Toda la noche te pega un viento helado en la cara. Además te tienes que desvelar y dormir de a ratitos en tu coche. Pero todo eso al final no importa. Lo terminas gozando. Es parte de una experiencia mística. O más bien el frío te aplica "la mística", ese giro famoso del luchador mexicano. Me tocó mirar telescopios muy buenos, unos chicos, otros grandes, con diversas características. Aprendí bastante. Ya estoy juntando mi lana para comprarme el mío, como era de esperarse.

No me voy a convertir en un cazacometas como Messier. Tampoco creo llegar a ser tan fregón como para descubrir una nueva galaxia o el asteoroide final que nos destruirá a todos, probablemente el “Salvador-21/12/2012”, pero bueno, me conformaré con hacer un viaje de vez en cuando, en todos los sentidos. Escaparme por ratos de todo esto que ahora nos quita el sueño.

Observemos, pues.

jueves, 11 de marzo de 2010

Pulso maraquero


De niño yo no quería ir a la escuela. Era tan feliz en el kínder: Pintar obras maestras con crayolas, subirme a la resbaladilla, cantar como ángel en la clase de música con mi abuelita. ¿Para qué fregados querían hacerme grande? ¿Qué necesidad? Le decía a mi mamá “no quiero entrar a la primaria, no voy a aprender nada, no voy a saber lo que me enseñe la maestra, todo será en vano”, y lloraba tan fuerte, tan fuerte, que fácilmente podían escucharme al otro lado de la ciudad; escandalizaba como loco para que el drama fuera insoportable al punto de convencer a cualquiera de que realmente lo que se pretendía hacer era una injusticia. Pero mi madre, experta en artimañas infantiles, no se lo tragó y me jaló todo el camino hasta el salón, para mi primer día de clases en la escuela José María Morelos. Pues ahí tienen que pasaron los primeros meses y no terminaba por adaptarme al nuevo sistema de aprendizaje. Extrañaba mi antigua vida de juegos. Era muy tímido. Y para colmo, los chavitos que tenía por compañeros en esa escuela pública, salidos del peligroso barrio del Chalet, eran ya unos pendencieros. Quién iba a creer que años más tarde yo mismo me uniría a una de las pandillas de la cuadra, influenciado por la presencia continua de la violencia en las calles… Pero en aquel entonces, como les contaba, muy al principio, cuando todavía no pensaba en las niñas como mujeres propiamente dicho, me daba miedo todo.

Vean ustedes si no, lo que ocurría en la clase de lectura. Tenía un miedo irracional para pasar a leer en público. La maestra nos obligaba a pararnos delante de la clase, nos daba un libro, nos ordenaba tomarlo con una sola mano, con la palma extendida, con los dedos pulgar y meñique sosteniendo aquel tumba-burros, para leer alguna “poesía” del tomo de español. ¡Qué necesidad de torturarnos de esa manera, por Dios! La maestra nos decía, “mañana pasarán a leer, niños, prepárense”, y era como una sentencia de muerte para mí. Cargaba con mi mochila por los pasillos de la escuela, sin esperanza, dejando que pasaran las 24 horas para cumplir con mi destino, como un condenado a la horca. Al día siguiente empezaba la tembladera. Pasaban mis compañeros uno por uno, con toda la seguridad del mundo, bola de presumidos, hasta que mi turno llegaba. Resignado, caminaba hasta el centro del salón. La maestra me daba el libro, yo lo tomaba, me ponía derechito, carraspeaba, tragaba saliva y comenzaba a leer. A los pocos segundos, mi mano temblaba horriblemente, mi muñeca daba tumbos, con un pulso maraquero de los mil demonios. Era una verdadera tortura. Los tres minutos más largos de mi vida (tenía 7 años a lo mucho, así que literalmente habían sido los más largos de mi vida hasta ese entonces). De repente escuchaba risillas al fondo. Malditos compañeros, los odiaba. Hasta que terminaba la lectura y mi corazón latía más lento, la sangre en mis venas corría de manera natural y la pesadilla hermosamente terminaba.

¿Pero por qué me ocurría eso? No lo sé. Son de esas cosas inexplicables que sólo los psicólogos se aferran en tratar de entender. Ahora lo recuerdo y me causa ternura; pero en aquel entonces era un problema comparado a la guerra mundial, al calentamiento global, al apocalipsis del 2012, así de terrible. De aquello sólo me quedó el pulso maraquero, mis manos aún tiemblan, es como un tic que no puedo controlar. Todavía así, se me ocurrió la fabulosa idea de querer ser cirujano, cuando todavía no decidía qué carrera tomar. Imagínense, en plena sala de operaciones, con estas manos, con el bisturí listo, tratando de hacer la primera incisión al corazón…

Aún y con todo, mi infancia fue magnífica. Me divertí horrores, siempre en la calle. Yo era de esos niños descalzos que andaba felices corriendo, sin temor a que se me enterrara un vidrio en los pies, cosa que nunca ocurrió, afortunadamente. Ahora ya no se puede hacer eso, se comprende. O al menos los padres de ahora no se atreven a dejar a los niños a su suerte, por el peligro que todo mundo conoce sobre la violencia.

Definitivamente: mi infancia fue la mejor época de mi vida. No me tiembla la mano al decirlo.