lunes, 14 de diciembre de 2009

Gotcha: es de a mentiras pero duele




Ya lo habíamos planeado desde hace un buen rato, pero siempre nos ganaba la decidia. Finalmente llegó diciembre y sus cambios y nos lanzamos. Fuimos al campo La Roka, que está a la entrada de Monterrey, por el sur, en el rancho El Uro. El gotcha es un juego divertido, aleccionador, desestresante. Es jugar a la guerra, pero sin bajas humanas de por medio. Tal vez de testículos, pero no más. Uno tiene que meterse en el papel de matón porque si no, se corre el riesgo de ser alcanzado por las “balas” del enemigo. Está pensado para dos equipos rivales los cuales ocupan dos lugares extremos en un terreno específico. En el que nos tocó ir, había elementos realistas que le daban al evento un toque de entrenamiento militar: coches incendiados, puentes, trincheras, llantas, pozos. Sólo hacía falta un pantano (bien lo dijo Daniel) para salir sigilosamente como Rambo entre el fango y matar a todos esos bastardos vietnamitas. Hay un árbitro que se encarga de decir a quién han matado, cuántos rivales quedan por vencer y quién tiene que salir por falta de balas o fallas en la pistola. El objetivo es liquidar al equipo contrario. Asesinarlos a todos. Para ello, cuentan como muerte aquellos disparos atinados en el pecho o casco, pero no así los dados en las demás partes, cualquiera que estas sean. Cuando tienes la mala fortuna de ser alcanzado, debes alzar tu pistola y salir del campo de tiro. No falta el gandalla que aún y cuando te declaras muerto te da un tiro de esos “para llevar”. Qué culeros.

Algunos de nosotros nunca habíamos ido a un juego de esos, así que fue una experiencia gratificante. Dejamos a un lado la rutina del trabajo y vivimos algo nuevo y divertido. Uno de los momentos más chidos para mí fue cuando Ismael y yo (éramos de equipos rivales, por lo tanto nos odiábamos a muerte) nos estábamos acercando cuidadosamente al campo contrario. Llegó un momento en que nos perdimos de vista y ya cuando acordamos, estábamos cada uno por su lado, detrás de un vehículo volcado. Cuando nos descubrimos, soltamos las ráfagas a quemarropa y nos metimos unos buenos balazos, uno de ellos me dio en el dedo de la mano, de tal suerte que me rasgó un poco y me salió tantita sangre. Nada aparatoso, por supuesto. Sé que a él le metí dos que tres tiros en la espalda porque cuando lanzó los disparos tenía la cabeza agachada, tirando ciegamente. Fue divertido. Al que no le fue nada bien fue al Israel. Fueron varios los disparos que recibió en el casco, brazos y pecho. Iván andaba imbatible, pero también se llevó sus ráfagas ficticias. Jonatan fue de los más certeros y más estratega de todos. Daniel daba instrucciones a diestra y siniestra pero al final todos hacíamos lo que podíamos: esconderse, rafaguear como el borras, tirarle a lo primero que se moviera.

Este juego, que comenzó a principios de los ochenta, da una ligera idea de lo que puede llegar a ser una guerra en la vida real. No es nada agradable, de veras, estar en un fuego cruzado. Para un principiante, seguramente debe ser un infierno en la tierra. Y para los más experimentados creo que también debe ser algo aterrador: nunca, quizá, se estará totalmente endurecido para ver cadáveres regados por todos lados, mutilados y ametrallados.

A los que no han ido, ahí les van algunos datos para que se animen. En el lugar se renta el equipo, que consta de un casco, pistola y un chaleco protector (convertido en garras, pero tapa algo). Te cuesta $160 pesos. Hay que comprar, de preferencia, balas en otro lado. Te venden bolsas con 500 balas, anda como en 200 baros. Hay que llevarse ropa holgada, de preferencia sudadera y doble pantalón, porque los madrazos están buenos y las balas, aunque de a mentiras, duelen un chingo si te dan de lleno. A mí me tocó un rozón en la nalga y me dolió bastante.

En fin. Vayan, diviértanse y maten a esos canallas del bando contrario, antes de que ellos les metan una bala vaya a saber Dios en dónde.