martes, 22 de diciembre de 2009

Trejo está hecho de algodón




Era más o menos marzo de 2006. El calor nos azotaba ferozmente las axilas y las guitarras ya estaban sonando en un rincón mojado del Cafecito del Fondo. Cuty nos mandó llamar. Quería formar un grupo, una alianza o algo así. Nos habló sobre la necesidad de unir esfuerzos para promover nuestro trabajo en conjunto. Realizaríamos un movimiento de cantautores independientes que buscara despertar conciencias en La Laguna. Éramos jóvenes, disculpen ustedes la inocencia. Pero todo quedó así, en un a ver qué sale, en un débil rastro disuelto en medio de un terregal desorientado. Nomás. Sin embargo, de aquel esbozo de sueño malogrado quedó algo chido: un buen amigo. Un gran compañero de andanzas: El buen vato Trejo... Esta es su historia.

Carlos Trejo Sabag nació en el desierto del norte (Torreón, 1983), lugar en donde actualmente reside. Motivado por la condición de adolecente, tomó la guitarra de la familia e intentó sacarle sonido para luego darse cuenta de que necesitaba un maestro, mismo que fue Gerardo “Palillo” Zavala, quien instruía en la casa de la cultura de Torreón. No fue el rock lo que aprendió a tocar, a pesar de que era en plena época de Metálica y sus contemporáneos, su acercamiento más bien fue con música aún más pesada (decían así a principios del siglo pasado): el bolero, más específicamente en formato de trío, como Los Panchos, Los Tres Ases, etcétera. Al poco tiempo, y motivado por las canciones que escribían y se cantaban con una guitarra, empezó a experimentar la composición ayudado por otro maestro y amigo, Toño Rodríguez “Frino”, con el que se presentó en distintos lugares de la ciudad, como el canal de la perla y algunas universidades. Las herramientas indispensables no faltaron: la lectura, los libros. Se enfocó más en tratar de crear buenas letras, para luego convertirlas en canciones, en un pretexto para escribir.

Tiene un disco titulado “Un día de estos”. Una canción suya aparece en “Un canto en el desierto”, material realizado para los festejos del centenario de Torreón. Se ha presentado en distintos lugares de Torreón, y algunos temas suyos son reproducidos en distintas estaciones del estado. Ha hecho canciones para algunos cortometrajes también. Escribe guión cinematográfico, poemas y artículos. Se inicia en la realización de cine y participó como Ing. de Audio en “Un bonito día”, “Un traje nuevo”, e “Infierno y Gloria” donde realizó la música de estos dos últimos. Actualmente prepara su nuevo material.

Trejo es un ser humano extraordinario, generoso, inspirador y maestro. Han sido años de charlas, convivencia, música y cerveza con él. A Carlos, por cierto, lo inmortalicé (con otro nombre) en el cuento "Voces perdidas en el tiempo", del cual rescato algunos párrafos para su lectura:

A Bebo [Trejo] lo conocí en el bar La Tumba gracias a que el gerente del local también lo había contratado para cantar en los ‘miércoles de blues’, donde yo tocaba. Sus acordes prodigiosos me llamaron inmediatamente la atención: Debo reconocer que es el mejor guitarrista que he encontrado en La Laguna; y aunque mis amigos me han comparado cientos de veces con él y me han puesto a su altura, tengo que admitirlo: es mejor cantautor que yo. Tenía un talento innato para componer canciones; las imágenes en su poesía, los arpegios insospechados con los que a veces llegaba al bar, me deslumbraban. Cuando terminé mi concierto, esa vez, se acercó y me preguntó si las canciones que había interpretado eran mías. Al parecer le habían gustado. “Si arregláramos ese último tema”, me dijo ya entrado en confianza, “con algunas progresiones descendientes con la lira, ¡por dios, hermano, tu rola quedaría sensacional!”… Desde entonces nos veíamos en su casa y amanecíamos hablando de música (de algunos grandes del blues como Robert Jonhson, B.B. King, Keb’ Mo’ y Eric Clapton), tomando cerveza y haciendo breves pausas para escuchar sus discos. Y es que Bebo tenía una loca obsesión por la búsqueda de nuevos acordes: Podía interpretar desde los ritmos primordiales del blues, pasando por la sensual bossa nova, hasta las armonías nostálgicas del tango argentino. Innovador por antonomasia y explorador incansable de armonías frescas y sugestivas, se le podía ver al final de sus presentaciones obteniendo notas extrañas: sus dedos se retorcían como serpientes voluptuosas, recorriendo el largo brazo de la guitarra para conseguir un rasgueo surrealista. Todos ellos sonaban diferentes. Con ese increíble virtuosismo bien pudo haber sido un egoísta, si lo hubiese querido, para abrirse paso en este difícil mundo de la música. Pero no. Siempre fue muy generoso conmigo, me enseñaba sus técnicas y compartía sus mp3 de la mejor música que yo, gustoso, copiaba de inmediato a mi laptop. Nos hicimos buenos amigos.


Trejo tiene una identidad propia y un estilo fraguado a conciencia a través de los años. En sus letras se encuentran historias, recuerdos, personajes y paisajes laguneros. Está marcado por un profundo sentir de su entorno, de su origen e identidad de la región: El desierto, las calles, el silbido de un tren, el canto cardenche, los cactus, las dunas, el río Nazas y otros símbolos de Torreón se pasean constantemente por sus temas. El arranque genial de una de sus canciones (De algodón) lo demuestra:

Nací y oí el canto cardenche
El mitote en luna llena
Por el clima quien me trajo
Fue un aura y no cigüeña.


Trejo es lúdico. Tiene oficio. La sonoridad en sus versos, la precisa métrica en cada de sus líneas, son características definibles en su trabajo. Y es que Carlos tiene una astucia tremenda para abordar cualquier clase de tema. Ya sea un blues, un bolero, una balada, una bossa nova, cualquiera de ellos son sus territorios naturales; las armonías sutiles, los acordes bien trazados por su mano, conviven de manera exacta con la poesía contundente de sus letras. Carlos no busca complacer a nadie con sus rolas. Es autocrítico y nunca está conforme. Es riguroso consigo mismo. El soneto, las décimas, la poesía en sí, ha sido su herramienta más provechosa a lo largo de su trayectoria. En su blog podemos encontrar algunos ejemplos de la maestría con que domina ese género.
Es difícil imaginar mi propia carrera como cantautor sin él. La poca calidad de mis canciones y sonidos (si es que los tuviera), se los debo, sin lugar a dudas. Ha sido un maestro inigualable. No sólo como influencia, no sólo como buen consejero: De forma concreta ha colaborado en temas míos, ya sea tocando la guitarra, probando algún arreglo, como segunda voz o como co-letrista; a saber, en rolas como “Confusión”, “El dragón de la nostalgia”, “Quelites del mezquital”, “Matamoros Ranch” y “Tres notas de Cuba”.

Lo digo con conocimiento de causa, sin temor a equivocarme: Trejo es el mejor cantautor lagunero que existe en la actualidad. Sé que sus contemporáneos lo reconocerán un día de estos; el desierto cultural que aún pervive en nuestras aterradas calles necesita talentos como él; mientras el apoyo y las becas se sigan yendo a gente que no hace más que realizar conciertos con canciones masticadas hasta el cansancio por cientos de trovadores en el país, La Laguna nunca tendrá una identidad propia, musicalmente hablando. Sin embargo, a Trejo no le importa nada de esto. Su destino hace tiempo que ya lo alcanzó, y él, con ese entusiasmo que siempre le he conocido, nos compartirá en un escenario, con pasión, comprometido con su propia música, su último disco (lo mejor que se ha escuchado en Torreón en los últimos tiempos), que he tenido el privilegio de ver nacer desde su origen, en primera fila, pues cada que visito mi Comarca, no dejo pasar la oportunidad para lanzarme a su chante y guitarrear toda la noche, como en los buenos viejos tiempos. Trejo es eso y mucho más, y sin embargo, he dicho realmente muy poco. Su música, estoy seguro, nos sobrevivirá a ambos.

Carlos: el sonido sutil, mágico, contundente de tu lira (y tus consejos, y tus charlas, y tu poderosa imaginación) seguirá sonando en el corazón de este aprendiz por mucho rato. Salve, Trejo.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Gotcha: es de a mentiras pero duele




Ya lo habíamos planeado desde hace un buen rato, pero siempre nos ganaba la decidia. Finalmente llegó diciembre y sus cambios y nos lanzamos. Fuimos al campo La Roka, que está a la entrada de Monterrey, por el sur, en el rancho El Uro. El gotcha es un juego divertido, aleccionador, desestresante. Es jugar a la guerra, pero sin bajas humanas de por medio. Tal vez de testículos, pero no más. Uno tiene que meterse en el papel de matón porque si no, se corre el riesgo de ser alcanzado por las “balas” del enemigo. Está pensado para dos equipos rivales los cuales ocupan dos lugares extremos en un terreno específico. En el que nos tocó ir, había elementos realistas que le daban al evento un toque de entrenamiento militar: coches incendiados, puentes, trincheras, llantas, pozos. Sólo hacía falta un pantano (bien lo dijo Daniel) para salir sigilosamente como Rambo entre el fango y matar a todos esos bastardos vietnamitas. Hay un árbitro que se encarga de decir a quién han matado, cuántos rivales quedan por vencer y quién tiene que salir por falta de balas o fallas en la pistola. El objetivo es liquidar al equipo contrario. Asesinarlos a todos. Para ello, cuentan como muerte aquellos disparos atinados en el pecho o casco, pero no así los dados en las demás partes, cualquiera que estas sean. Cuando tienes la mala fortuna de ser alcanzado, debes alzar tu pistola y salir del campo de tiro. No falta el gandalla que aún y cuando te declaras muerto te da un tiro de esos “para llevar”. Qué culeros.

Algunos de nosotros nunca habíamos ido a un juego de esos, así que fue una experiencia gratificante. Dejamos a un lado la rutina del trabajo y vivimos algo nuevo y divertido. Uno de los momentos más chidos para mí fue cuando Ismael y yo (éramos de equipos rivales, por lo tanto nos odiábamos a muerte) nos estábamos acercando cuidadosamente al campo contrario. Llegó un momento en que nos perdimos de vista y ya cuando acordamos, estábamos cada uno por su lado, detrás de un vehículo volcado. Cuando nos descubrimos, soltamos las ráfagas a quemarropa y nos metimos unos buenos balazos, uno de ellos me dio en el dedo de la mano, de tal suerte que me rasgó un poco y me salió tantita sangre. Nada aparatoso, por supuesto. Sé que a él le metí dos que tres tiros en la espalda porque cuando lanzó los disparos tenía la cabeza agachada, tirando ciegamente. Fue divertido. Al que no le fue nada bien fue al Israel. Fueron varios los disparos que recibió en el casco, brazos y pecho. Iván andaba imbatible, pero también se llevó sus ráfagas ficticias. Jonatan fue de los más certeros y más estratega de todos. Daniel daba instrucciones a diestra y siniestra pero al final todos hacíamos lo que podíamos: esconderse, rafaguear como el borras, tirarle a lo primero que se moviera.

Este juego, que comenzó a principios de los ochenta, da una ligera idea de lo que puede llegar a ser una guerra en la vida real. No es nada agradable, de veras, estar en un fuego cruzado. Para un principiante, seguramente debe ser un infierno en la tierra. Y para los más experimentados creo que también debe ser algo aterrador: nunca, quizá, se estará totalmente endurecido para ver cadáveres regados por todos lados, mutilados y ametrallados.

A los que no han ido, ahí les van algunos datos para que se animen. En el lugar se renta el equipo, que consta de un casco, pistola y un chaleco protector (convertido en garras, pero tapa algo). Te cuesta $160 pesos. Hay que comprar, de preferencia, balas en otro lado. Te venden bolsas con 500 balas, anda como en 200 baros. Hay que llevarse ropa holgada, de preferencia sudadera y doble pantalón, porque los madrazos están buenos y las balas, aunque de a mentiras, duelen un chingo si te dan de lleno. A mí me tocó un rozón en la nalga y me dolió bastante.

En fin. Vayan, diviértanse y maten a esos canallas del bando contrario, antes de que ellos les metan una bala vaya a saber Dios en dónde.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Imaginando vidas


Hace unas semanas, cuando hice un viaje por el sur de México, tuve una sensación muy extraña. Iba en el autobús rumbo a Tuxtla Gutiérrez, del lado de la ventanilla, viendo los paisajes, las casas, las personas, los cuadros artísticos que el ambiente me iba regalando; cuando de pronto, tuve como una especie de revelación: Esas personas que estaban al otro lado del vidrio, ¿quiénes eran? ¿Qué hacían? ¿Cómo eran sus vidas? ¿Cómo vivían ellos su andar cotidiano? Fue algo que me sobrecogió. Era como si la realidad, de forma intempestiva, se hubiera partido en dos, un universo cerrado, seguro, apartado, el mío, dentro del automóvil; y otro abierto, inseguro, real, tangible, el de ellos. Entonces me puse a imaginar sus vidas, traté de pensar en cómo era un día en la vida de aquellos hombres y mujeres que alcanzaba a ver. Todo fue muy rápido, por supuesto, pues la velocidad del camión era considerable. Era como ir procesando información a la velocidad de la luz y se me vinieron a la mente las computadoras, que realizan tareas en paralelo de manera fantástica, interpretando puros ceros y unos para, posteriormente, en un plano superior, convertirlo en imágenes, textos y videos que nosotros los humanos (en un proceso natural) entendemos en un sentido todavía más amplio. Tenía muy pocos elementos a mi disposición pues lo que alcanzaba a ver en la carretera, era apenas un esbozo de la realidad, un boceto. Una escena que se me quedó muy grabada, pues, es la siguiente:

A la orilla de la carretera las casitas en Chiapas son muy humildes. En una de ellas, hecha con madera, láminas y poco cemento, se encontraba una familia sentada. Platicando. Conviviendo. El abuelo cargaba en sus piernas a un pequeño, seguramente el menor de los nietos. A un lado, riendo, un hombre maduro, con una gorra despintada y una playera sin mangas, les contaba probablemente sobre alguna aventura que tuvo con un amigo del pueblo, y los demás reían también con esa anécdota espontánea. A su lado estaban dos mujeres que tenían delante de ellas una manta extendida con granos de maíz. Estaban haciendo su trabajo, sin detenerse. Una niña también les ayudaba. En la puerta de su casa tenían un anuncio de la Coca Cola, quizá vendían refrescos y algunos abarrotes básicos para completar su subsistencia. Las mujeres vestían los atuendos típicos de Chiapas, con sus huaraches, con sus pies desgastados. El frío que ya se sentía por el otoño no parecía molestarles en lo más mínimo. Al contrario, lo disfrutaban. Alcancé a ver también ropa tendida en unos mecates y más al fondo, otro hombre inclinado, haciendo algo que ya no pude reconocer. Y eso es todo. Es sólo una imagen, una fotografía captada por mis ojos, una instantánea que trata de proyectarme toda una historia, la vida real de las personas. Pero la vida es más que eso, sólo instantáneas. No se parece en nada a lo que un escritor trata de plasmar en sus textos.

Porque el proceso de creación es todo un misterio. Es, por supuesto, una experiencia muy personal y cada individuo lo vive a su propia manera y estilo. En mi caso, a mí me ocurre algo muy inquietante. Mientras escribo, me voy adentrando en un terreno desconocido, siniestro, en un agujero negro del cual no puedo salir hasta que no termino el último punto y aparte, hasta que siento que no he dicho todo lo que tenía que expulsar. Es como si me desprendiera de la realidad. En un momento así se me olvida todo lo que en verdad “existe”, se me apartan los problemas por unos minutos y dejo de ser yo. Es algo catártico, angustiante y paralizador. Algunos románticos llaman a esto inspiración. A mí en lo personal no me gusta el término. La diferencia abismal que existe entre la realidad y la ficción es que, en la primera, las cosas simplemente son, no hay un guión escrito para la vida (aunque muchas personas a veces intentan, intentamos darle un sentido más sublime a los sucesos que rigen nuestras existencias, y ponemos delante de los acontecimientos un destino, un karma, un Dios), pero la realidad se rige por el engranaje sutilmente entramado de los actos y decisiones tomadas por cada uno de los seres humanos. En cambio, la ficción, por más caótica que pueda parecer en su forma, siempre tiene un sentido previamente estructurado. El escritor tiene en su mente, o en un cuaderno (o en mi caso, en un pizarrón), desarrollado un argumento el cual se sigue al pie de la letra, o se sortea en el camino, de acuerdo al giro inesperado al que lo puedan llevar sus personajes. Porque a veces los personajes cobran vida propia. Es otro de los misterios que a veces suceden en la escritura.

Pero no todo está en la mente. Mucha gente se reconforta con la tranquilidad de una sólida rutina diaria. Sólo ahí son felices, sólo ahí se sienten seguros. A veces nos hace falta darnos un baño de realidad, salirse un rato de ese sauna placentero que representa nuestro hogar, nuestro trabajo, nuestro mundo. Me lo digo a mí. Hay que salirse descalzo un día de estos, sentir el fango de la realidad, revolcarse en ella, vivirla en los propios huesos. No todo es fantasía. La vida no siempre es lo que a veces creemos imaginar.

lunes, 7 de diciembre de 2009

¿Estamos realmente solos?


Siempre me ha fascinado el tema de la astronomía. Ha sido parte de mí desde los 5 años cuando, una tarde, en el corral (así le llaman en mi barrio al patio), me acosté en la tierra y empecé a contemplar por primera vez el cielo: Veía cómo cruzaban las nubes despacito, como sin prisa por llegar a ningún lado, y tomaban formas extrañas; yo las señalaba con el dedo índice y me explicaba a mí mismo las formas posibles que iban agarrando. Pero de súbito, esas imágenes dejaron de llamar mi atención cuando apareció la primera estrella en el firmamento. Ese extraño objeto brillante sólo lo conocía en los cuadernos del preescolar porque la maestra lo dibujaba con la conocida figura con picos (el típico símbolo que ahora vemos en la punta del árbol de Navidad); pero ésta que estaba encima de mí, la que me produjo asombro, era la real y distaba mucho de parecerse a la que nos contaba la educadora. Ahí fue cuando mi conciencia empezó a despertar a una realidad totalmente distinta. Veía cómo la bóveda celeste iba caminando muy sutilmente y ese movimiento me provocó vértigo: ¡sentí el movimiento de la Tierra por primera vez! Traté de levantarme pero me marée. Fue una revelación para mí. Y me dio mucho miedo... Años después supe que las estrellas eran en realidad soles, como el nuestro, y que su temperatura es lo suficientemente caliente como para freir en pocos segundos a Superman, si este se atreviera a arrimarse aunque fuera a pocos kilómetros de distancia.

Ya en la preparatoria, el tema del Cosmos me abordó por segunda ocasión. Descubrí a Einstein por un texto que mi papá me proporcionó. Ahí se desarrollaba con un lenguaje sencillo y claro las teorías que el científico alemán, emblema del siglo XX, había creado para explicar la enorme maquinaria que mueve los sutiles engranes del Universo. Después llegó la universidad y Carl Sagan y Stephen Hawking y lo demás es historia. Lo que somos, lo que sabemos (que es nada), realmente es sólo una microscópica parte de lo que en verdad hay detrás de todo lo que vemos.
Con el tema de la astronomía es inevitable que surja el tema de Dios también. Y es que, ¿cómo apartarlos el uno del otro? ¿Cómo no sentirse alcanzados cuando descubre uno las dimensiones inimaginables entre las galaxias? El encuentro con el Universo lleva invariablemente a plantearlos de dónde diablos venimos y hacia dónde pretendemos dirigimos. La teoría más aceptada mundialmente sobre el origen del todo es la Gran Explosión. Antes de ese suceso no existía, literalmente, nada. La materia era un punto de densidad infinita, que en un momento dado "explotó" generando la expansión de las partículas en todas las direcciones, creando lo que conocemos ahora como galaxias, estrellas y planetas. Nosotros tuvimos la suerte de habitar un punto azul (extraño y bello a la vez) perdido en un rincón del espacio. Su distancia media con su sol propiacia las condiciones necesarias para que surja, de manera espontánea, casi milagrosa, la vida. Si hubiéramos estado un poco más cerca o un poco más lejos de ese sol, las cosas habrían sido de otro modo totalmente distinto. Imaginen, para que quede más claro, que estamos en medio de Alaska, en unos insoportables cuarenta grados bajo cero. Lo único que nos salvaría en un caso así sería tener prendida una fogata todo el tiempo y acercanos a ella para calentarnos las manos y las nalguitas de vez en cuando. Ni muy cerca como para quemarnos, ni muy lejos para no congelarnos en ese interminable desierto congelado. Los demás planetas no tuvieron la misma suerte que la nuestra, por eso Venus ahora se retuerce en un constante huracán de ácido sulfúrico y Marte todos los días tiene que taparse bien con su cobertor para no morirse de frío.

¿Pero qué hay más allá de este apartado espacio, de esta confortable covachita a la que llamamos galaxia? ¿Realmente estamos solos? ¿Es posible que sólo la casualidad y el azar hayan sido los responsables de que esta maravilla a la que llamamos vida, haya brotado sin otro propósito más sublime que el sólo y simple hecho de existir? ¿Acaso el Universo sólo tiene cabida para unos seres medianamente inteligentes como nosotros? No. Definitivamente no puede ser así. Estoy convencido que a nuestra generación o la siguiente (espero no morir sin haberlo sabido de primera mano) sabremos que alguien allá a lo lejos nos manda lucecitas y señales de radio; que otros seres con iPods y messengers telepáticos de séptima generación están haciéndose no ésta, sino otra pregunta todavía más viable, y que están seguros algún día podrán resolver antes de autoaniquilarse: ¿Cuándo encontraremos a seres de otras galaxias lo suficientemente interesantes para entablar comunicación con ellos?

El vecindario galáctico aún reclama su puesto principal, dentro de la gran asociación de colonias y departamentos siderales unidos: el de presidente de barrio espacial.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Reflexiones de un arquitecto


¿Cómo va descubriendo uno a los amigos en el camino? ¿Éstos simplemente llegan? ¿Uno los busca? ¿Aparecen, como la combustión humana espontánea, de manera misteriosa? No lo sé. Pero de algo sí estoy muy seguro: cuando están presentes en nuestra vida, hay que valorarlos y darles el afecto que uno siente por ellos sin reserva. Este vato que les voy a presentar a continuación (y que por cierto tocó conmigo apenas hace una semana en Torreón) es un chingonazo.
Nos conocimos hace un año y medio. Los dos veníamos de latitudes totalmente distintas, pero resultó que coincidimos en este trabajo (cosas de la vida), en esta ciudad alejada de la mano de Dios. Desde el primer momento, nos dimos cuenta de que congeniábamos de manera sensacional. Él llegó primero, y, cuando recién aterricé en este lugar nuevo, con gente extraña, desconocida, él generosamente se ofreció a darme alojamiento por unos días: Así, desde nuestras primeras pláticas, quedó firmada nuestra amistad.
Hemos vivido miles de aventuras juntos: nos hemos emborrachado, hemos visitado hasta el cansancio antros, bares de mala muerte, teibols dans; hemos viajado a lugares desconocidos, hemos tenido pláticas interesantísimas y también nos ha tocado compartir recuerdos poco agradables. De eso se alimenta una amistad, de la sinceridad, de la generosidad al compartir lo que somos y lo que pensamos. Nos hemos apoyado en todo momento. En nuestra condición de forasteros, nuestras soledades han sido fregonamente enriquecidas.
El hombre del que les hablo se llama Iván Arturo Montaño Ceceña. Nacido en la esquizofrénica Ciudad de México en 1982, y crecido como coyoacanense, empieza sus estudios musicales a los 5 años en el instituto Yamaha. A los 13 años empieza a radicar en Xalapa, Veracruz, donde cursa 4 semestres de la facultad de música de la universidad veracruzana, en la carrera de saxofón; posteriormente concluye la carrera de arquitectura en la U.V. y la maestría en diseño arquitectónico y bioclimatismo en la U.C.C.
Apasionado por el vino, el jazz y la arquitectura, actualmente radica en esta ciudad en donde escribo, Allende, Nuevo León, donde desempeña labores profesionales relacionadas al diseño y la arquitectura.
Hace poco me sorprendí al leer unos textos de su propia manufactura, y me parecieron tan interesantes que le propuse que los compartiera con la demás banda y generosamente accedió a postearlos en este su humilde blog. Van, pues, las siguientes reflexiones de un arquitecto. Gracias por todo, mi buen, y ¡salud por nuestra chingonsísima amistad!:

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Dimensiona el aire,
materializa el sonido,
estructura las sensaciones,
estruje tu pensamiento,
colorea la función,
acota tus debilidades
y anula la escala de tus virtudes.
Deja que el corazón sea el patrocinador
de tu mano al trazar
y que tu razón sea el cliente a impresionar
y el resultado será:
Arquitectura.

Qué bello sería que pudiéramos lavar nuestra alma con las olas del océano, tener la sabiduría de concebir ideas complejas y explicarlas con palabras simples.

A veces los momentos de soledad pueden hacer bajar un telón negro sobre un día soleado, pueden hacer perder tu mirada en horizontes sin puntos de fuga, pueden tergiversar la realidad y crear espejismos, puede oscurecer el camino y entorpecer el paso.
Es entonces cuando hay que bajar el ego, respirar profundo, concentrarse y ver que la meta es trascendental, y la soledad se mueve sobre una red de finos hilos en nuestra vida y que somos nosotros, y no ella, quienes decidimos, o no, atraparla. Sabiendo esto será más fácil que la soledad pase de largo y la disfrutemos, y que no se queda y se convierta en desolación.

El tiempo no elige lo que se lleva, nosotros decidimos lo que se queda.

martes, 1 de diciembre de 2009

Teatro Nazas Unplugged











Se había creado una ansiedad terrible, lo confieso. Y es que no era para menos: cantar en un teatro, delante de cientos de personas, no frieguen, sí da miedo. Pero bueno, se suponía que esto ya lo había hecho muchísimas veces, pero la verdad es que después de casi dos mil años (un poquito menos) mi capacidad de control y soltura arriba de los escenarios ya se estaba oxidando un poco.
Esta aventura comenzó a principios de noviembre, cuando recibí la llamada de Cuty Martínez invitándome a participar en el 2º Encuentro de Cantautores de la Laguna. Yo estaba visiblemente emocionado y le comuniqué la noticia al buen Iván, le dije que fuera afinando su sax porque lo quería al cabrón en mi presentación, tocando esa rolita que ya habíamos ensayado de manera relajada. “Ahora va en serio, mi buen, ¡vamos a tocar en la grande!”, le dije para que se fuera preparando. “Cuenta conmigo, mi hermano”, me respondió y con esto quedó sellado una especie de compromiso de honor, como dos soldados que están por salir al campo de batalla y saben que pueden morir en el cumplimiento de su deber. O como dos vatos que están por ir al antro y saben que deberán escoger a las mejores carnes disponibles, como normalmente hemos hecho cuando salimos. Total, que ahí quedó la cosa. Hacemos planes para salir el sábado, Berenice se unió al clan y allá vamos, encomendados por la mano del Señor.
Ya íbamos tarde. Nos fuimos directo a los ensayos, nos recibió Cuty, muy amable como siempre, y sin más preámbulo probamos el sonido de nuestros instrumentos. Una sola prueba, con eso tuvimos. Nos retachamos a casa para darnos un toque final (no de mota), repartimos los pases a mi familia, nos pusimos guapos y salimos rumbo al teatro, al encuentro con el destino. Nos programaron para tocar de los últimos. Esa era bueno, aunque tenía también su arma de doble filo: la ansiedad se vuelve todavía más insoportable. Recuerdo que iban pasando los cantautores, uno a uno, como al paredón, y a nosotros en los camerinos, nos temblaban las manos. “A ver, cabrón, ya, que salga chida, ensayemos otra vez”, y lo practicamos una vez más. Todo bien. Finalmente, se abre la puerta, se asoma la cabeza de Cuty y declara: “Después de ésta siguen ustedes”. E-N L-A M-A-D-R-E… ahí vamos, caminando hacia el escenario, con las patas temblorosas, como cuando acaba de nacer un venadito e intenta dar sus primeros pasos: Afuera, reina la oscuridad. Conecto la guitarra, nos preparamos, doy un profundo suspiro, se encienden las luces sobre nosotros, miramos al público, sonreímos, digo unas palabras de agradecimiento, ellos aplauden y después el silencio profundo, penetrante, abrumador otra vez. Suenan los primeros arpegios. El sax lo acompaña, la melodía fluye de manera natural; el recinto, la acústica, el silencio, hacen que esas notas vuelen como golondrinas, dan círculos, se introducen en los oídos de la gente, la guitarra intenta hipnotizarlos a todos y parece lograrlo. Después, el tempo va in crescendo, la tensión lograda es como una cuerda que se estira al máximo, como una liga a punto de reventarse, observo a los extraños mientras canto, no quiero que la letra se me olvide, a veces uno se concentra en intentar no equivocarse pero sé de antemano que no hay que hacerlo, hay que dejar que los sentidos, los instintos hagan el trabajo ellos solos, no es una chamba de la razón. Ha llegado el clímax: Al final, suenan las palabras cursis y melancólicas de mi canción (rubor en mis mejillas): “Sé que no podrás salir del laberinto de emociones que hay en mí”, los aplausos estallan, abrimos los ojos y nos damos cuenta que lo hemos hecho, hemos cumplido la misión, no fuimos alcanzados por las ráfagas del enemigo, al contrario, lo pasamos de nuestro bando, me doy cuenta que he vivido la mejor experiencia en cuanto a música se refiere, y le doy gracias a Iván al salir, y nos abrazamos y gritamos de la emoción. Qué genial se siente hacer algo honesto. Qué dicha poder hacerlo con un gran amigo, esta aventura nos ha unido más que nunca. Al salir del teatro, mis papás y mi abuelita me comen a besos y yo me dejo consentir por todos. Mis hermanos me dan abrazos fuertísimos, nos tomamos fotos y nos quedamos con ese buen sabor de boca del deber cumplido.

Esa noche, después de haber liberado toneladas de adrenalina, seguimos la parranda los tres. Al lunes siguiente, nos despedimos de mis padres, agradeciendo su infinita hospitalidad, y volvimos a casa... Hoy tuve un gran día. Hoy me encontré conmigo mismo. Hoy me encontré con mi amada otra vez.