martes, 3 de noviembre de 2009

Pequeñas dosis de electroshock al cuento clásico


Es un placer ver, para amantes del cuento como yo, que un libro de relatos salga a la luz pública, y más aún, que dicha colección sea dada a conocer en la región en la que uno vive, en estos tiempos en los que, supuestamente, el cuento, como género literario, agoniza. Son cada vez más los escritores que van mudando de piel y vislumbran en la novela, una forma garantizada de ver publicada su obra. Lamentablemente, las editoriales a nivel nacional e internacional (como Alfaguara, Planeta, por mencionar sólo algunas), les dan la razón: La aparición de nuevos libros de cuentos en las librerías, no digamos laguneras, ni mexicanas, sino globales, es escasa. La atención generalizada de los lectores, por consecuencia, se enfoca en la novela, y de manera simplista —en el peor de los casos—, en la novela comercial, aquella que podemos desechar a la basura sin haberle hecho daño a nuestro sagrado tótem de las letras mundiales. Aquellos autores que aún apuestan por la narrativa corta ven reflejadas sus esperanzas, entonces, en las editoriales promovidas por fondos públicos o de carácter personal: Y es que no hay otra opción, de verdad, jóvenes y señoritas, más que acogerse a la bondadosa ayuda del gobierno, o de plano, buscar pegarle a un primer puesto en concursos nacionales o estatales para ver si así alguien le hace caso a nuestro pobre libro de relatos.
En este contexto nada alentador para El Cuento (es inevitable acordarse de aquella revista maravillosa del maestro Edmundo Valadés, pues ahí el cuento se regocijaba de existir) emerge de los charcos inexistentes del Río Nazas, “Ojos en la sombra”, de Jaime Muñoz Vargas, acogido por la Colección Siglo XXI Escritores coahuilenses, en el 2007, editado por la UAdeC. Este escritor lagunero, no conforme con haberse hecho una especie de reto al escribir, a la vuelta de cuatro años, poco más de 40 cuentos (como él mismo lo afirmó en la presentación de su libro, en el foyer del Teatro Nazas, ante más de 200 personas), también ha lanzado una advertencia —y con ello, quizá sin proponérselo, una delimitación de sus terrenos—: sus textos atienden a la forma clásica del cuento. ¿Por qué el autor de “Las manos del tahúr” quiso clasificar su narrativa corta? ¿Para que tuviera más credibilidad? ¿Para encauzar la concepción del lector a la hora de que éste engullera sus historias? ¿Para dar, cual paramédico desesperado, una pequeña dosis de electroshock al cuento clásico, que permanece en estado comatoso? Trataré de entrarle al quite, pues, y veré, en la medida de mis precarios conocimientos literarios, si tales escritos encajan en la idea que, el también aficionado a los Vaqueros Laguna, trata de transmitirnos en su epílogo.
Veamos, en primer lugar, a qué se refiere Muñoz Vargas cuando habla de cuento clásico: “Creo con Piglia y con muchos otros narradores/críticos que en todo cuento fluyen dos historias: una evidente y otra filtrada en los intersticios del asunto eje; creo también con el autor de Plata quemada que todo cuento camina hacia adelante pero tiene dos rostros o, si se prefiere, posee ojos en la nuca, lo que le permite avanzar sin dejar de ver un solo momento hacia atrás; creo en la imbatible maquinaria del principio, el medio y el fin incluso en los microrrelatos; creo que cada pieza brilla más si incorpora algún relente de cuidadosa ambigüedad; creo en el fabuloso poderío del recconto; creo que con sutileza deben sembrarse varios pormenores cargados de “proyección ulterior”, como recomendó otro argentino algo famoso; creo por último que en las líneas finales deberá apoyarse el brazo de palanca que empuje hacia la superficie lo maliciosamente enunciado en el corpus de un relato; lo demás —si hay ‘demás’— es encanto, intuición, lo que se trae o no se trae, el tempo, lo que no se puede explicar, el misterioso ‘no sé qué’ (...) No sé si esa sencilla preceptiva fue acatada, así sea parcialmente, en el caso de las diez piezas que configuran este libro. Al menos lo intenté, pues no deseo trazar historias deshuesadas, ‘prosa poética’, ocurrencias pasadas de contrabando como cuentos (…)”
Lo que acabamos de leer es una síntesis casi perfecta de la definición de cuento clásico. Lo que muchos críticos han expuesto en tesis o en libros de estudio del género, Jaime lo ha resumido en pocas líneas: Es más fácil dominar un juego si se conocen de antemano las reglas del mismo. Y más aún. Es mucho más llevadero escribir una historia si se sabe cómo quiere contarse y bajo qué condiciones plantearla. Lauro Zavala, escritor e investigador mexicano, tiene la noción, un tanto similar, de que el cuento clásico es una representación convencional de la realidad: “Siguiendo la poética borgesiana, que establece que en todo cuento se cuentan dos historias, diremos que en el cuento clásico la segunda historia se mantiene recesiva a lo largo del cuento y se hace explícita al final como una epifanía sorpresiva y concluyente.”
En “Ojos en la sombra” encontramos 10 historias divididas en 3 secciones: Frustraciones, Apetencias y Puentes. Esta forma personal de englobar los cuentos obedece a la temática de los mismos. “La insoportable mezquindad del ser”, “Así bailaba Zaratustra” y “Egolatría en defensa propia” conforman la primera de esas partes. En ellos, el autor nos relata en primera persona, con un tono evidentemente humorístico e irónico, las frustraciones irremediables de sus 3 protagonistas, que están en vísperas del fracaso. Ambientados en La Laguna, los personajes son víctimas de sus propias ilusiones: Un aspirante a escritor (que no puede franquear ese vacío creativo) en su rendición definitiva, tiene que conformarse con el premio de consolación que es vender hamburguesas para subsistir, mientras se lleva, en el camino de su desgracia, a un viejo amigo escritor que realmente escribe; o aquel extraño filósofo lagunero, apodado Zaratustra, que ni con todo ese cúmulo de conocimientos, que gira en su cabeza como tolvanera desquiciante, puede tener un mínimo de sentido común para ligar a una apetecible jovencita; o el renombrado investigador literario, que busca posicionarse en su nueva plaza en el gobierno, y por su egoísmo descarnado, no logra darse cuenta que una secretaria ha puesto sus nobles ojos en sus huesos. Estos cuentos logran crear la tensión natural necesaria para que el lector no pierda de vista los pormenores de la trama. En una lectura superficial, podemos rescatar una historia aparentemente anecdótica, donde suceden una serie de hechos con una secuencia lineal y tal vez sencilla; pero ojo, al adentrarse en la estructura narrativa de fachada simple, se va dando uno cuenta que hay algo más: es ahí, precisamente, donde podemos apreciar la malicia del autor. Nos vamos dejando llevar por la corriente de los acontecimientos, río abajo, cuando no sospechamos siquiera, que es el mismo escritor quien ha preparado ya los cauces necesarios para llevarnos directo a donde desemboca una cascada: una vez en picada, no podemos volver atrás; el autor nos tiene a su merced. Cuando menos esperamos, vemos que esa historia ocultaba otra todavía más trascendental y que se lee entre líneas, en otra relectura, como en una especie de revelación. Todo cuento que no da lugar al asombro, no merece sobrevivir en esta jungla que llamamos literatura.
En “Apetencias” encontramos “Tras el rastro del orgullo”, una increíble y rara historia de un detective literario que con sus conocimientos en las letras latinoamericanas logra descifrar el misterio detrás de un secuestro no sabemos si ficticio o real. “Papá Matías” dejar ver, hasta ahora, un cambio en la estructura clásica del cuento, para encajar, creo yo, más bien en el concepto de cuento moderno; hablo de esos giros cortazarianos en los que no sabemos en qué momento la realidad y el tiempo literarios se mezclan, se funden, como teoría de la relatividad, para dar paso a una nueva manera de contar las cosas: la de un escritor describiendo una historia que a final de cuentas era sólo el argumento de uno de sus relatos, en donde una jovencita trata de sacar adelante la economía familiar, a pesar de la actitud al principio conservadora del padre, y que para cuidarla de los borrachos, tiene que llevarla él mismo al bar donde trabaja de mesera, en los diablitos traseros de su bicicleta. “Transmisión diferida” es la historia más larga de la compilación y la más divertida. En ella, el narrador nos da los pormenores de un tipo que trata de aventurarse en un canal miserable de televisión, el 2. Él y un amigo se ven de pronto envueltos en la narración de un partido de futbol americano (que nadie verá), sin saber que su esfuerzo, al final, será engullido por una falla técnica propias de un canal televisivo que sobrevive de puro milagro.
En Puentes, leemos a un escritor con un tono solemne y con tintes extrañamente políticos. En “Cross al ángel rubio” el autor vierte una vivencia cruel sobre la Argentina del 78, y menciona, con un acento argentinizado (producto, quizá, de sus ya constantes viajes a la tierra de Borges y de Sábato), a grandes autores como Tomás Eloy, Piglia y Walsh; “Las grandes alamedas” muestra a un niño precoz de nombre Antar, donde su infancia queda marcada por la política, en lugar de ir a jugar futbol o cazar lagartijas con los otros niños, evocando, de paso, el último discurso apasionado y conmovedor de Salvador Allende, antes del golpe militar en Chile; y “Soy Bonavena” recuerda aquel relato memorable de Cortázar, “Torito”, donde Muñoz Vargas, a través de su narrador, se pone en la piel de un boxeador retirado que añora los buenos tiempos cuando era famoso y conocido en todo Gómez Palacio. “Venganza en Buenos Aires”, es quizá el cuento menos afortunado de la colección, de un tipo que lo estafan doblemente en aquel D.F. Argentino.
En suma. Es notable la evolución del lenguaje utilizado por Muñoz Vargas: una prosa limpia, un habla identificado plenamente con la Comarca Lagunera, pero que puede ser interpretado por cualquier lector del mundo debido al trabajo concienzudo y eficaz de su pluma metafórica, que utiliza de manera totalizante e incisiva, dando muestras de lo bien engrasadas que están sus herramientas literarias, propias de un oficio que ha perfeccionado a lo largo de su carrera. Jaime, hay que decirlo, se ha convertido, si no en el mejor escritor lagunero, sí en el referente obligado para situar nuestra literatura a nivel nacional. Uno se queda corto al decir esto, pues debido a la generosidad del escritor gomezpalatino, nuevas generaciones, en la que me incluyo, se han formado en la escuela literaria que es su persona; además de las muchas presentaciones, e innumerables eventos, a los que acude con o sin paga de por medio, para enriquecer el mundillo cultural en el que estamos sumergidos.
Entonces, amables lecto-escuchas, ya para cerrar esto de trancazo, me pregunto: ¿Qué clase de cuentos querrán leer o escribir las nuevas generaciones? ¿A qué tipo de lectores querrán dirigirse los nuevos cuentistas? ¿A los lectores de literatura comercial? ¿O acaso a un público selecto, una especie de lector inteligente? ¿De qué herramientas se valerá el autor para vaciar sus historias cortas? ¿El cuento clásico busca un público menos exigente y el moderno o posmoderno uno más especializado? Eso, depende, obviamente, de la pericia del escritor, y no está peleada una cosa con la otra, por supuesto. Por lo pronto, me conformo con pensar que los cuentos que ahora nos presenta Jaime, serán un deleite vital para los lectores, y servirán, al mismo tiempo, para darle un respiro de boca a boca a ese género que, por momentos fugaces, parece desfallecer. Hablo, señores, de esa forma sabrosa, y quizá la más efectiva, de contar una historia en pocas cuartillas: el cuento clásico.