martes, 22 de diciembre de 2009

Trejo está hecho de algodón




Era más o menos marzo de 2006. El calor nos azotaba ferozmente las axilas y las guitarras ya estaban sonando en un rincón mojado del Cafecito del Fondo. Cuty nos mandó llamar. Quería formar un grupo, una alianza o algo así. Nos habló sobre la necesidad de unir esfuerzos para promover nuestro trabajo en conjunto. Realizaríamos un movimiento de cantautores independientes que buscara despertar conciencias en La Laguna. Éramos jóvenes, disculpen ustedes la inocencia. Pero todo quedó así, en un a ver qué sale, en un débil rastro disuelto en medio de un terregal desorientado. Nomás. Sin embargo, de aquel esbozo de sueño malogrado quedó algo chido: un buen amigo. Un gran compañero de andanzas: El buen vato Trejo... Esta es su historia.

Carlos Trejo Sabag nació en el desierto del norte (Torreón, 1983), lugar en donde actualmente reside. Motivado por la condición de adolecente, tomó la guitarra de la familia e intentó sacarle sonido para luego darse cuenta de que necesitaba un maestro, mismo que fue Gerardo “Palillo” Zavala, quien instruía en la casa de la cultura de Torreón. No fue el rock lo que aprendió a tocar, a pesar de que era en plena época de Metálica y sus contemporáneos, su acercamiento más bien fue con música aún más pesada (decían así a principios del siglo pasado): el bolero, más específicamente en formato de trío, como Los Panchos, Los Tres Ases, etcétera. Al poco tiempo, y motivado por las canciones que escribían y se cantaban con una guitarra, empezó a experimentar la composición ayudado por otro maestro y amigo, Toño Rodríguez “Frino”, con el que se presentó en distintos lugares de la ciudad, como el canal de la perla y algunas universidades. Las herramientas indispensables no faltaron: la lectura, los libros. Se enfocó más en tratar de crear buenas letras, para luego convertirlas en canciones, en un pretexto para escribir.

Tiene un disco titulado “Un día de estos”. Una canción suya aparece en “Un canto en el desierto”, material realizado para los festejos del centenario de Torreón. Se ha presentado en distintos lugares de Torreón, y algunos temas suyos son reproducidos en distintas estaciones del estado. Ha hecho canciones para algunos cortometrajes también. Escribe guión cinematográfico, poemas y artículos. Se inicia en la realización de cine y participó como Ing. de Audio en “Un bonito día”, “Un traje nuevo”, e “Infierno y Gloria” donde realizó la música de estos dos últimos. Actualmente prepara su nuevo material.

Trejo es un ser humano extraordinario, generoso, inspirador y maestro. Han sido años de charlas, convivencia, música y cerveza con él. A Carlos, por cierto, lo inmortalicé (con otro nombre) en el cuento "Voces perdidas en el tiempo", del cual rescato algunos párrafos para su lectura:

A Bebo [Trejo] lo conocí en el bar La Tumba gracias a que el gerente del local también lo había contratado para cantar en los ‘miércoles de blues’, donde yo tocaba. Sus acordes prodigiosos me llamaron inmediatamente la atención: Debo reconocer que es el mejor guitarrista que he encontrado en La Laguna; y aunque mis amigos me han comparado cientos de veces con él y me han puesto a su altura, tengo que admitirlo: es mejor cantautor que yo. Tenía un talento innato para componer canciones; las imágenes en su poesía, los arpegios insospechados con los que a veces llegaba al bar, me deslumbraban. Cuando terminé mi concierto, esa vez, se acercó y me preguntó si las canciones que había interpretado eran mías. Al parecer le habían gustado. “Si arregláramos ese último tema”, me dijo ya entrado en confianza, “con algunas progresiones descendientes con la lira, ¡por dios, hermano, tu rola quedaría sensacional!”… Desde entonces nos veíamos en su casa y amanecíamos hablando de música (de algunos grandes del blues como Robert Jonhson, B.B. King, Keb’ Mo’ y Eric Clapton), tomando cerveza y haciendo breves pausas para escuchar sus discos. Y es que Bebo tenía una loca obsesión por la búsqueda de nuevos acordes: Podía interpretar desde los ritmos primordiales del blues, pasando por la sensual bossa nova, hasta las armonías nostálgicas del tango argentino. Innovador por antonomasia y explorador incansable de armonías frescas y sugestivas, se le podía ver al final de sus presentaciones obteniendo notas extrañas: sus dedos se retorcían como serpientes voluptuosas, recorriendo el largo brazo de la guitarra para conseguir un rasgueo surrealista. Todos ellos sonaban diferentes. Con ese increíble virtuosismo bien pudo haber sido un egoísta, si lo hubiese querido, para abrirse paso en este difícil mundo de la música. Pero no. Siempre fue muy generoso conmigo, me enseñaba sus técnicas y compartía sus mp3 de la mejor música que yo, gustoso, copiaba de inmediato a mi laptop. Nos hicimos buenos amigos.


Trejo tiene una identidad propia y un estilo fraguado a conciencia a través de los años. En sus letras se encuentran historias, recuerdos, personajes y paisajes laguneros. Está marcado por un profundo sentir de su entorno, de su origen e identidad de la región: El desierto, las calles, el silbido de un tren, el canto cardenche, los cactus, las dunas, el río Nazas y otros símbolos de Torreón se pasean constantemente por sus temas. El arranque genial de una de sus canciones (De algodón) lo demuestra:

Nací y oí el canto cardenche
El mitote en luna llena
Por el clima quien me trajo
Fue un aura y no cigüeña.


Trejo es lúdico. Tiene oficio. La sonoridad en sus versos, la precisa métrica en cada de sus líneas, son características definibles en su trabajo. Y es que Carlos tiene una astucia tremenda para abordar cualquier clase de tema. Ya sea un blues, un bolero, una balada, una bossa nova, cualquiera de ellos son sus territorios naturales; las armonías sutiles, los acordes bien trazados por su mano, conviven de manera exacta con la poesía contundente de sus letras. Carlos no busca complacer a nadie con sus rolas. Es autocrítico y nunca está conforme. Es riguroso consigo mismo. El soneto, las décimas, la poesía en sí, ha sido su herramienta más provechosa a lo largo de su trayectoria. En su blog podemos encontrar algunos ejemplos de la maestría con que domina ese género.
Es difícil imaginar mi propia carrera como cantautor sin él. La poca calidad de mis canciones y sonidos (si es que los tuviera), se los debo, sin lugar a dudas. Ha sido un maestro inigualable. No sólo como influencia, no sólo como buen consejero: De forma concreta ha colaborado en temas míos, ya sea tocando la guitarra, probando algún arreglo, como segunda voz o como co-letrista; a saber, en rolas como “Confusión”, “El dragón de la nostalgia”, “Quelites del mezquital”, “Matamoros Ranch” y “Tres notas de Cuba”.

Lo digo con conocimiento de causa, sin temor a equivocarme: Trejo es el mejor cantautor lagunero que existe en la actualidad. Sé que sus contemporáneos lo reconocerán un día de estos; el desierto cultural que aún pervive en nuestras aterradas calles necesita talentos como él; mientras el apoyo y las becas se sigan yendo a gente que no hace más que realizar conciertos con canciones masticadas hasta el cansancio por cientos de trovadores en el país, La Laguna nunca tendrá una identidad propia, musicalmente hablando. Sin embargo, a Trejo no le importa nada de esto. Su destino hace tiempo que ya lo alcanzó, y él, con ese entusiasmo que siempre le he conocido, nos compartirá en un escenario, con pasión, comprometido con su propia música, su último disco (lo mejor que se ha escuchado en Torreón en los últimos tiempos), que he tenido el privilegio de ver nacer desde su origen, en primera fila, pues cada que visito mi Comarca, no dejo pasar la oportunidad para lanzarme a su chante y guitarrear toda la noche, como en los buenos viejos tiempos. Trejo es eso y mucho más, y sin embargo, he dicho realmente muy poco. Su música, estoy seguro, nos sobrevivirá a ambos.

Carlos: el sonido sutil, mágico, contundente de tu lira (y tus consejos, y tus charlas, y tu poderosa imaginación) seguirá sonando en el corazón de este aprendiz por mucho rato. Salve, Trejo.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Gotcha: es de a mentiras pero duele




Ya lo habíamos planeado desde hace un buen rato, pero siempre nos ganaba la decidia. Finalmente llegó diciembre y sus cambios y nos lanzamos. Fuimos al campo La Roka, que está a la entrada de Monterrey, por el sur, en el rancho El Uro. El gotcha es un juego divertido, aleccionador, desestresante. Es jugar a la guerra, pero sin bajas humanas de por medio. Tal vez de testículos, pero no más. Uno tiene que meterse en el papel de matón porque si no, se corre el riesgo de ser alcanzado por las “balas” del enemigo. Está pensado para dos equipos rivales los cuales ocupan dos lugares extremos en un terreno específico. En el que nos tocó ir, había elementos realistas que le daban al evento un toque de entrenamiento militar: coches incendiados, puentes, trincheras, llantas, pozos. Sólo hacía falta un pantano (bien lo dijo Daniel) para salir sigilosamente como Rambo entre el fango y matar a todos esos bastardos vietnamitas. Hay un árbitro que se encarga de decir a quién han matado, cuántos rivales quedan por vencer y quién tiene que salir por falta de balas o fallas en la pistola. El objetivo es liquidar al equipo contrario. Asesinarlos a todos. Para ello, cuentan como muerte aquellos disparos atinados en el pecho o casco, pero no así los dados en las demás partes, cualquiera que estas sean. Cuando tienes la mala fortuna de ser alcanzado, debes alzar tu pistola y salir del campo de tiro. No falta el gandalla que aún y cuando te declaras muerto te da un tiro de esos “para llevar”. Qué culeros.

Algunos de nosotros nunca habíamos ido a un juego de esos, así que fue una experiencia gratificante. Dejamos a un lado la rutina del trabajo y vivimos algo nuevo y divertido. Uno de los momentos más chidos para mí fue cuando Ismael y yo (éramos de equipos rivales, por lo tanto nos odiábamos a muerte) nos estábamos acercando cuidadosamente al campo contrario. Llegó un momento en que nos perdimos de vista y ya cuando acordamos, estábamos cada uno por su lado, detrás de un vehículo volcado. Cuando nos descubrimos, soltamos las ráfagas a quemarropa y nos metimos unos buenos balazos, uno de ellos me dio en el dedo de la mano, de tal suerte que me rasgó un poco y me salió tantita sangre. Nada aparatoso, por supuesto. Sé que a él le metí dos que tres tiros en la espalda porque cuando lanzó los disparos tenía la cabeza agachada, tirando ciegamente. Fue divertido. Al que no le fue nada bien fue al Israel. Fueron varios los disparos que recibió en el casco, brazos y pecho. Iván andaba imbatible, pero también se llevó sus ráfagas ficticias. Jonatan fue de los más certeros y más estratega de todos. Daniel daba instrucciones a diestra y siniestra pero al final todos hacíamos lo que podíamos: esconderse, rafaguear como el borras, tirarle a lo primero que se moviera.

Este juego, que comenzó a principios de los ochenta, da una ligera idea de lo que puede llegar a ser una guerra en la vida real. No es nada agradable, de veras, estar en un fuego cruzado. Para un principiante, seguramente debe ser un infierno en la tierra. Y para los más experimentados creo que también debe ser algo aterrador: nunca, quizá, se estará totalmente endurecido para ver cadáveres regados por todos lados, mutilados y ametrallados.

A los que no han ido, ahí les van algunos datos para que se animen. En el lugar se renta el equipo, que consta de un casco, pistola y un chaleco protector (convertido en garras, pero tapa algo). Te cuesta $160 pesos. Hay que comprar, de preferencia, balas en otro lado. Te venden bolsas con 500 balas, anda como en 200 baros. Hay que llevarse ropa holgada, de preferencia sudadera y doble pantalón, porque los madrazos están buenos y las balas, aunque de a mentiras, duelen un chingo si te dan de lleno. A mí me tocó un rozón en la nalga y me dolió bastante.

En fin. Vayan, diviértanse y maten a esos canallas del bando contrario, antes de que ellos les metan una bala vaya a saber Dios en dónde.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Imaginando vidas


Hace unas semanas, cuando hice un viaje por el sur de México, tuve una sensación muy extraña. Iba en el autobús rumbo a Tuxtla Gutiérrez, del lado de la ventanilla, viendo los paisajes, las casas, las personas, los cuadros artísticos que el ambiente me iba regalando; cuando de pronto, tuve como una especie de revelación: Esas personas que estaban al otro lado del vidrio, ¿quiénes eran? ¿Qué hacían? ¿Cómo eran sus vidas? ¿Cómo vivían ellos su andar cotidiano? Fue algo que me sobrecogió. Era como si la realidad, de forma intempestiva, se hubiera partido en dos, un universo cerrado, seguro, apartado, el mío, dentro del automóvil; y otro abierto, inseguro, real, tangible, el de ellos. Entonces me puse a imaginar sus vidas, traté de pensar en cómo era un día en la vida de aquellos hombres y mujeres que alcanzaba a ver. Todo fue muy rápido, por supuesto, pues la velocidad del camión era considerable. Era como ir procesando información a la velocidad de la luz y se me vinieron a la mente las computadoras, que realizan tareas en paralelo de manera fantástica, interpretando puros ceros y unos para, posteriormente, en un plano superior, convertirlo en imágenes, textos y videos que nosotros los humanos (en un proceso natural) entendemos en un sentido todavía más amplio. Tenía muy pocos elementos a mi disposición pues lo que alcanzaba a ver en la carretera, era apenas un esbozo de la realidad, un boceto. Una escena que se me quedó muy grabada, pues, es la siguiente:

A la orilla de la carretera las casitas en Chiapas son muy humildes. En una de ellas, hecha con madera, láminas y poco cemento, se encontraba una familia sentada. Platicando. Conviviendo. El abuelo cargaba en sus piernas a un pequeño, seguramente el menor de los nietos. A un lado, riendo, un hombre maduro, con una gorra despintada y una playera sin mangas, les contaba probablemente sobre alguna aventura que tuvo con un amigo del pueblo, y los demás reían también con esa anécdota espontánea. A su lado estaban dos mujeres que tenían delante de ellas una manta extendida con granos de maíz. Estaban haciendo su trabajo, sin detenerse. Una niña también les ayudaba. En la puerta de su casa tenían un anuncio de la Coca Cola, quizá vendían refrescos y algunos abarrotes básicos para completar su subsistencia. Las mujeres vestían los atuendos típicos de Chiapas, con sus huaraches, con sus pies desgastados. El frío que ya se sentía por el otoño no parecía molestarles en lo más mínimo. Al contrario, lo disfrutaban. Alcancé a ver también ropa tendida en unos mecates y más al fondo, otro hombre inclinado, haciendo algo que ya no pude reconocer. Y eso es todo. Es sólo una imagen, una fotografía captada por mis ojos, una instantánea que trata de proyectarme toda una historia, la vida real de las personas. Pero la vida es más que eso, sólo instantáneas. No se parece en nada a lo que un escritor trata de plasmar en sus textos.

Porque el proceso de creación es todo un misterio. Es, por supuesto, una experiencia muy personal y cada individuo lo vive a su propia manera y estilo. En mi caso, a mí me ocurre algo muy inquietante. Mientras escribo, me voy adentrando en un terreno desconocido, siniestro, en un agujero negro del cual no puedo salir hasta que no termino el último punto y aparte, hasta que siento que no he dicho todo lo que tenía que expulsar. Es como si me desprendiera de la realidad. En un momento así se me olvida todo lo que en verdad “existe”, se me apartan los problemas por unos minutos y dejo de ser yo. Es algo catártico, angustiante y paralizador. Algunos románticos llaman a esto inspiración. A mí en lo personal no me gusta el término. La diferencia abismal que existe entre la realidad y la ficción es que, en la primera, las cosas simplemente son, no hay un guión escrito para la vida (aunque muchas personas a veces intentan, intentamos darle un sentido más sublime a los sucesos que rigen nuestras existencias, y ponemos delante de los acontecimientos un destino, un karma, un Dios), pero la realidad se rige por el engranaje sutilmente entramado de los actos y decisiones tomadas por cada uno de los seres humanos. En cambio, la ficción, por más caótica que pueda parecer en su forma, siempre tiene un sentido previamente estructurado. El escritor tiene en su mente, o en un cuaderno (o en mi caso, en un pizarrón), desarrollado un argumento el cual se sigue al pie de la letra, o se sortea en el camino, de acuerdo al giro inesperado al que lo puedan llevar sus personajes. Porque a veces los personajes cobran vida propia. Es otro de los misterios que a veces suceden en la escritura.

Pero no todo está en la mente. Mucha gente se reconforta con la tranquilidad de una sólida rutina diaria. Sólo ahí son felices, sólo ahí se sienten seguros. A veces nos hace falta darnos un baño de realidad, salirse un rato de ese sauna placentero que representa nuestro hogar, nuestro trabajo, nuestro mundo. Me lo digo a mí. Hay que salirse descalzo un día de estos, sentir el fango de la realidad, revolcarse en ella, vivirla en los propios huesos. No todo es fantasía. La vida no siempre es lo que a veces creemos imaginar.

lunes, 7 de diciembre de 2009

¿Estamos realmente solos?


Siempre me ha fascinado el tema de la astronomía. Ha sido parte de mí desde los 5 años cuando, una tarde, en el corral (así le llaman en mi barrio al patio), me acosté en la tierra y empecé a contemplar por primera vez el cielo: Veía cómo cruzaban las nubes despacito, como sin prisa por llegar a ningún lado, y tomaban formas extrañas; yo las señalaba con el dedo índice y me explicaba a mí mismo las formas posibles que iban agarrando. Pero de súbito, esas imágenes dejaron de llamar mi atención cuando apareció la primera estrella en el firmamento. Ese extraño objeto brillante sólo lo conocía en los cuadernos del preescolar porque la maestra lo dibujaba con la conocida figura con picos (el típico símbolo que ahora vemos en la punta del árbol de Navidad); pero ésta que estaba encima de mí, la que me produjo asombro, era la real y distaba mucho de parecerse a la que nos contaba la educadora. Ahí fue cuando mi conciencia empezó a despertar a una realidad totalmente distinta. Veía cómo la bóveda celeste iba caminando muy sutilmente y ese movimiento me provocó vértigo: ¡sentí el movimiento de la Tierra por primera vez! Traté de levantarme pero me marée. Fue una revelación para mí. Y me dio mucho miedo... Años después supe que las estrellas eran en realidad soles, como el nuestro, y que su temperatura es lo suficientemente caliente como para freir en pocos segundos a Superman, si este se atreviera a arrimarse aunque fuera a pocos kilómetros de distancia.

Ya en la preparatoria, el tema del Cosmos me abordó por segunda ocasión. Descubrí a Einstein por un texto que mi papá me proporcionó. Ahí se desarrollaba con un lenguaje sencillo y claro las teorías que el científico alemán, emblema del siglo XX, había creado para explicar la enorme maquinaria que mueve los sutiles engranes del Universo. Después llegó la universidad y Carl Sagan y Stephen Hawking y lo demás es historia. Lo que somos, lo que sabemos (que es nada), realmente es sólo una microscópica parte de lo que en verdad hay detrás de todo lo que vemos.
Con el tema de la astronomía es inevitable que surja el tema de Dios también. Y es que, ¿cómo apartarlos el uno del otro? ¿Cómo no sentirse alcanzados cuando descubre uno las dimensiones inimaginables entre las galaxias? El encuentro con el Universo lleva invariablemente a plantearlos de dónde diablos venimos y hacia dónde pretendemos dirigimos. La teoría más aceptada mundialmente sobre el origen del todo es la Gran Explosión. Antes de ese suceso no existía, literalmente, nada. La materia era un punto de densidad infinita, que en un momento dado "explotó" generando la expansión de las partículas en todas las direcciones, creando lo que conocemos ahora como galaxias, estrellas y planetas. Nosotros tuvimos la suerte de habitar un punto azul (extraño y bello a la vez) perdido en un rincón del espacio. Su distancia media con su sol propiacia las condiciones necesarias para que surja, de manera espontánea, casi milagrosa, la vida. Si hubiéramos estado un poco más cerca o un poco más lejos de ese sol, las cosas habrían sido de otro modo totalmente distinto. Imaginen, para que quede más claro, que estamos en medio de Alaska, en unos insoportables cuarenta grados bajo cero. Lo único que nos salvaría en un caso así sería tener prendida una fogata todo el tiempo y acercanos a ella para calentarnos las manos y las nalguitas de vez en cuando. Ni muy cerca como para quemarnos, ni muy lejos para no congelarnos en ese interminable desierto congelado. Los demás planetas no tuvieron la misma suerte que la nuestra, por eso Venus ahora se retuerce en un constante huracán de ácido sulfúrico y Marte todos los días tiene que taparse bien con su cobertor para no morirse de frío.

¿Pero qué hay más allá de este apartado espacio, de esta confortable covachita a la que llamamos galaxia? ¿Realmente estamos solos? ¿Es posible que sólo la casualidad y el azar hayan sido los responsables de que esta maravilla a la que llamamos vida, haya brotado sin otro propósito más sublime que el sólo y simple hecho de existir? ¿Acaso el Universo sólo tiene cabida para unos seres medianamente inteligentes como nosotros? No. Definitivamente no puede ser así. Estoy convencido que a nuestra generación o la siguiente (espero no morir sin haberlo sabido de primera mano) sabremos que alguien allá a lo lejos nos manda lucecitas y señales de radio; que otros seres con iPods y messengers telepáticos de séptima generación están haciéndose no ésta, sino otra pregunta todavía más viable, y que están seguros algún día podrán resolver antes de autoaniquilarse: ¿Cuándo encontraremos a seres de otras galaxias lo suficientemente interesantes para entablar comunicación con ellos?

El vecindario galáctico aún reclama su puesto principal, dentro de la gran asociación de colonias y departamentos siderales unidos: el de presidente de barrio espacial.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Reflexiones de un arquitecto


¿Cómo va descubriendo uno a los amigos en el camino? ¿Éstos simplemente llegan? ¿Uno los busca? ¿Aparecen, como la combustión humana espontánea, de manera misteriosa? No lo sé. Pero de algo sí estoy muy seguro: cuando están presentes en nuestra vida, hay que valorarlos y darles el afecto que uno siente por ellos sin reserva. Este vato que les voy a presentar a continuación (y que por cierto tocó conmigo apenas hace una semana en Torreón) es un chingonazo.
Nos conocimos hace un año y medio. Los dos veníamos de latitudes totalmente distintas, pero resultó que coincidimos en este trabajo (cosas de la vida), en esta ciudad alejada de la mano de Dios. Desde el primer momento, nos dimos cuenta de que congeniábamos de manera sensacional. Él llegó primero, y, cuando recién aterricé en este lugar nuevo, con gente extraña, desconocida, él generosamente se ofreció a darme alojamiento por unos días: Así, desde nuestras primeras pláticas, quedó firmada nuestra amistad.
Hemos vivido miles de aventuras juntos: nos hemos emborrachado, hemos visitado hasta el cansancio antros, bares de mala muerte, teibols dans; hemos viajado a lugares desconocidos, hemos tenido pláticas interesantísimas y también nos ha tocado compartir recuerdos poco agradables. De eso se alimenta una amistad, de la sinceridad, de la generosidad al compartir lo que somos y lo que pensamos. Nos hemos apoyado en todo momento. En nuestra condición de forasteros, nuestras soledades han sido fregonamente enriquecidas.
El hombre del que les hablo se llama Iván Arturo Montaño Ceceña. Nacido en la esquizofrénica Ciudad de México en 1982, y crecido como coyoacanense, empieza sus estudios musicales a los 5 años en el instituto Yamaha. A los 13 años empieza a radicar en Xalapa, Veracruz, donde cursa 4 semestres de la facultad de música de la universidad veracruzana, en la carrera de saxofón; posteriormente concluye la carrera de arquitectura en la U.V. y la maestría en diseño arquitectónico y bioclimatismo en la U.C.C.
Apasionado por el vino, el jazz y la arquitectura, actualmente radica en esta ciudad en donde escribo, Allende, Nuevo León, donde desempeña labores profesionales relacionadas al diseño y la arquitectura.
Hace poco me sorprendí al leer unos textos de su propia manufactura, y me parecieron tan interesantes que le propuse que los compartiera con la demás banda y generosamente accedió a postearlos en este su humilde blog. Van, pues, las siguientes reflexiones de un arquitecto. Gracias por todo, mi buen, y ¡salud por nuestra chingonsísima amistad!:

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Dimensiona el aire,
materializa el sonido,
estructura las sensaciones,
estruje tu pensamiento,
colorea la función,
acota tus debilidades
y anula la escala de tus virtudes.
Deja que el corazón sea el patrocinador
de tu mano al trazar
y que tu razón sea el cliente a impresionar
y el resultado será:
Arquitectura.

Qué bello sería que pudiéramos lavar nuestra alma con las olas del océano, tener la sabiduría de concebir ideas complejas y explicarlas con palabras simples.

A veces los momentos de soledad pueden hacer bajar un telón negro sobre un día soleado, pueden hacer perder tu mirada en horizontes sin puntos de fuga, pueden tergiversar la realidad y crear espejismos, puede oscurecer el camino y entorpecer el paso.
Es entonces cuando hay que bajar el ego, respirar profundo, concentrarse y ver que la meta es trascendental, y la soledad se mueve sobre una red de finos hilos en nuestra vida y que somos nosotros, y no ella, quienes decidimos, o no, atraparla. Sabiendo esto será más fácil que la soledad pase de largo y la disfrutemos, y que no se queda y se convierta en desolación.

El tiempo no elige lo que se lleva, nosotros decidimos lo que se queda.

martes, 1 de diciembre de 2009

Teatro Nazas Unplugged











Se había creado una ansiedad terrible, lo confieso. Y es que no era para menos: cantar en un teatro, delante de cientos de personas, no frieguen, sí da miedo. Pero bueno, se suponía que esto ya lo había hecho muchísimas veces, pero la verdad es que después de casi dos mil años (un poquito menos) mi capacidad de control y soltura arriba de los escenarios ya se estaba oxidando un poco.
Esta aventura comenzó a principios de noviembre, cuando recibí la llamada de Cuty Martínez invitándome a participar en el 2º Encuentro de Cantautores de la Laguna. Yo estaba visiblemente emocionado y le comuniqué la noticia al buen Iván, le dije que fuera afinando su sax porque lo quería al cabrón en mi presentación, tocando esa rolita que ya habíamos ensayado de manera relajada. “Ahora va en serio, mi buen, ¡vamos a tocar en la grande!”, le dije para que se fuera preparando. “Cuenta conmigo, mi hermano”, me respondió y con esto quedó sellado una especie de compromiso de honor, como dos soldados que están por salir al campo de batalla y saben que pueden morir en el cumplimiento de su deber. O como dos vatos que están por ir al antro y saben que deberán escoger a las mejores carnes disponibles, como normalmente hemos hecho cuando salimos. Total, que ahí quedó la cosa. Hacemos planes para salir el sábado, Berenice se unió al clan y allá vamos, encomendados por la mano del Señor.
Ya íbamos tarde. Nos fuimos directo a los ensayos, nos recibió Cuty, muy amable como siempre, y sin más preámbulo probamos el sonido de nuestros instrumentos. Una sola prueba, con eso tuvimos. Nos retachamos a casa para darnos un toque final (no de mota), repartimos los pases a mi familia, nos pusimos guapos y salimos rumbo al teatro, al encuentro con el destino. Nos programaron para tocar de los últimos. Esa era bueno, aunque tenía también su arma de doble filo: la ansiedad se vuelve todavía más insoportable. Recuerdo que iban pasando los cantautores, uno a uno, como al paredón, y a nosotros en los camerinos, nos temblaban las manos. “A ver, cabrón, ya, que salga chida, ensayemos otra vez”, y lo practicamos una vez más. Todo bien. Finalmente, se abre la puerta, se asoma la cabeza de Cuty y declara: “Después de ésta siguen ustedes”. E-N L-A M-A-D-R-E… ahí vamos, caminando hacia el escenario, con las patas temblorosas, como cuando acaba de nacer un venadito e intenta dar sus primeros pasos: Afuera, reina la oscuridad. Conecto la guitarra, nos preparamos, doy un profundo suspiro, se encienden las luces sobre nosotros, miramos al público, sonreímos, digo unas palabras de agradecimiento, ellos aplauden y después el silencio profundo, penetrante, abrumador otra vez. Suenan los primeros arpegios. El sax lo acompaña, la melodía fluye de manera natural; el recinto, la acústica, el silencio, hacen que esas notas vuelen como golondrinas, dan círculos, se introducen en los oídos de la gente, la guitarra intenta hipnotizarlos a todos y parece lograrlo. Después, el tempo va in crescendo, la tensión lograda es como una cuerda que se estira al máximo, como una liga a punto de reventarse, observo a los extraños mientras canto, no quiero que la letra se me olvide, a veces uno se concentra en intentar no equivocarse pero sé de antemano que no hay que hacerlo, hay que dejar que los sentidos, los instintos hagan el trabajo ellos solos, no es una chamba de la razón. Ha llegado el clímax: Al final, suenan las palabras cursis y melancólicas de mi canción (rubor en mis mejillas): “Sé que no podrás salir del laberinto de emociones que hay en mí”, los aplausos estallan, abrimos los ojos y nos damos cuenta que lo hemos hecho, hemos cumplido la misión, no fuimos alcanzados por las ráfagas del enemigo, al contrario, lo pasamos de nuestro bando, me doy cuenta que he vivido la mejor experiencia en cuanto a música se refiere, y le doy gracias a Iván al salir, y nos abrazamos y gritamos de la emoción. Qué genial se siente hacer algo honesto. Qué dicha poder hacerlo con un gran amigo, esta aventura nos ha unido más que nunca. Al salir del teatro, mis papás y mi abuelita me comen a besos y yo me dejo consentir por todos. Mis hermanos me dan abrazos fuertísimos, nos tomamos fotos y nos quedamos con ese buen sabor de boca del deber cumplido.

Esa noche, después de haber liberado toneladas de adrenalina, seguimos la parranda los tres. Al lunes siguiente, nos despedimos de mis padres, agradeciendo su infinita hospitalidad, y volvimos a casa... Hoy tuve un gran día. Hoy me encontré conmigo mismo. Hoy me encontré con mi amada otra vez.

martes, 24 de noviembre de 2009

Baila como Juana la cubana


Recibí la llamada como a eso de la una y media. Yo estaba en la oficina, trabajando. “¿Puede venir el domingo?”, me preguntó la señora al otro lado de la línea. “Naturalmente”, respondí sin pensarlo mucho y haciéndome una idea mental de lo que podría ocurrir en aquella audición musical. Era la primera vez que lo hacía. El medio en el que me he desarrollado toda mi vida como cantautor y trovador ha sido distinto a eso: Los bares, los cafés, los teatros, las presentaciones en plazas públicas, la guitarra, uno o dos micrófonos; si acaso unos bongós. Y nada más. Pero esto era diferente. Recordé a mi padre. Su juventud tuvo algunos sobresaltos. Aprendió a tocar los teclados por cuenta propia, sin alguna instrucción profesional, a pesar de que mi abuela era pianista y de las buenas. Cuando papá me contaba sus aventuras, sentía una especie de envidia: amenizaban los bailes, hacían tocadas, fiestas, cantando rolas de la Sonora Dinamita, de los Bukis, ya saben, la pura vida. Pero también me contaba las friegas que se ponían, las desveladas, la bebida… Y de pronto, imaginarme ahí, en medio del escenario popular, cantando rolas de las más chidas, haciendo lo que alguna vez hizo mi jefe, me sorprendió y me encantó de primer momento.
No lo pensé mucho. Me lancé a El Álamo, llegué a la placita principal, “enfrente, ahí va a ver usted unos locales comerciales; pregunte por Carlos, él lo va a atender”. Llegué. Como no queriendo, me asomé. Ahí dentro se escuchaba una música estruendosa. Estuve a punto de regresarme sobre mis pasos, pero ya estaba ahí, qué diablos, hagámoslo. Toqué y salió el tal Carlos ese. Le expliqué la situación, “Ah, ¿usted es el que viene a realizar la audición, primo? Pásele, lo estábamos esperando.” Me presenté. Ellos se presentaron. Muy amables todos, se sentía la buena vibra ahí reunida. “Pues cuando quiera, primo, arránquese.” Tomé el micrófono y pedí una calmadona primero. “¿Se saben la Almohada, de José José?”, por supuesto que se la sabían. Y comenzamos. Primera prueba superada. “Ahora una cumbia, amigo.” Pedí entonces la de “Baila como Juana la cubana”. Me acordé de mi madre pues así se llama, y que de niños le echábamos botana con esa canción, y ella nos regañaba cariñosamente. “Un, dos; un, dos, tres, cuatro.” Y la armonía me puso a bailar, y a gozarla suavecito. Me di cuenta que ese rollo me encantaba, sin sospecharlo. Era diferente y rico, ¡cómo no disfrutarlo! Cuando acordé, ya estaba yo prendiendo a un público imaginario y pidiendo que aplaudieran las chicas, y después un grito, y la atmósfera se tornaba magnífica, sabía que ese momento lo recordaría con harta frescura cuando fuera viejo. “Oye y qué te parece si ahora le damos una norteña”, me pareció genial. Entonces les pedí que lanzaran una de Ramón Ayala, de mis favoritas en las pedas con los borrachos de mis cuates, “Mi tesoro”: esa canción varias veces puso a llorar a un cuate allá en Matamoros, porque era “una música que desgarra el alma, cabrón”, nos decía para explicar el motivo por el cual se le había venido el sentimiento. Y sí, mientras la canté y sentí el acordeón rematando las frases dulzonamente melancólicas que tenía la letra, me di cuenta que podía darle la razón a mi amigo. Finalmente siguió una rockerona. “Me sé una de Enanitos Verdes, la de Lamento Boliviano”, y esa fue la que interpretó la Banda Italia, el conjunto santiaguero que lanzó la convocatoria. Al término de la audición me hicieron el ofrecimiento formal: “Tienes madera para esto, te desenvuelves muy bien en el escenario y además te salen muy afinadas las canciones. Nos gustaría que fueras el vocalista principal del grupo”. No pude darles una respuesta en ese momento, les dije que lo pensaría. Nos pasamos nuestros teléfonos y me despedí de todos con un fuerte apretón de manos.
Ya de vuelta a casa, mientras manejaba el coche, me puse a pensar en esa onda de los grupos versátiles, que tocan en fiestas, bodas, reuniones, cierres de campaña, y recordé a mi padre en sus buenos años de músico. Pero también me vino a la mente su enfermedad... Fue una experiencia fregona, sin lugar a dudas. Me salí de la rutina y me olvidé de Monterrey y su acelerado andar cotidiano. Pero ya hablando en serio, creo que no es lo mío. Hablaré al manager del grupo para agradecerle su tiempo y hospitalidad al recibirme para su audición.
Pero, ¿qué es realmente lo mío? ¿La informática, la literatura, la música? ¿Qué nos hace elegir una forma de vida u otra? ¿Se puede pasar uno toda la vida sin sobresaltos siendo un oficinista comprometido con la estabilidad un empleo bien remunerado? ¿La felicidad es un constante camino espinoso del cual tenemos que ir aprendiendo a disfrutar los pequeños rasguños que nos vaya dando mientras lo transitamos? ¿Es un continuo vaivén, un constante elegir? No sabría decirlo. Pensaré, sin embargo, por espacio de algunos días más, y sonreiré, en aquel intérprete de cumbias guapachosas (¡ahora todos un grito, eh, eh, gózalo, mi negra!) en el que nunca me convertiré.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una posible explicación


Anoche vi un fantasma. O mejor dicho, lo que en primer instancia y dicho de manera apasionada, sin un mínimo de prudencia, podría ser el resultado de una experiencia sobrenatural. Les contaré cómo estuvo y vamos sacando conclusiones detenidamente. Yo estaba dormido, plácidamente, soñando cosas ricas; no tengo que ser muy explícito al respecto. Cuando de pronto, de la nada (y con un giro absoluto de mi sueño) me encontraba acostado en mi propia habitación, como si aquel otro sueño encantador hubiera terminado y enseguida me hubiera insertado a la realidad, de trancazo. Estaba a media oscuridad, yo tenía las cobijas encima de mí cuando sentí que alguien se me había subido y me aplastaba con su peso. No podía moverme pero al principio no sentí un miedo abrumador, sólo me sentí desconcertado. Pero luego la cobija se corrió un poco y le vi el rostro, estaba casi junto del mío: era un viejo. Prieto, prieto. Y era flacucho, el pobre. Me miraba como indiferente, ni siquiera hacía esfuerzos por querer parecer terrorífico. Pasó acaso un minuto. De pronto, comencé como a asfixiarme. Ahí fue cuando ahora sí ya sentí desesperación. Intenté gritar, moverme, pero no lo conseguía. Mientras más esfuerzo hacía por sacudirme y quitarme al ruco, más en desesperación entraba. En ese sueño (lo declaro sueño) tenía la firme convicción de que me encontraba en casa de mis padres, en Matamoros, cuando hace un año y medio que vivo en Allende, solo. Finalmente pude sacar un alarido muy extraño, más como de nena asustada que de un hombre fuerte que solicita un poco de ayuda. Me da un poco de pena contarlo, pero ni modo, así sucedió. Después de unos segundos, la experiencia terminó. Volví de un fregadazo a la realidad pero aún me encontraba agitado. Luego esa sensación de miedo se fue disipando muy rápidamente al comprender que todo había sido una pesadilla.
¿Pero qué fue lo que realmente ocurrió? Ahí me tienen que esa mañana consulté la sabiduría infinita del Internet y descubrí que lo que yo había vivido (y que me había parecido al principio algo “espectacular y poco conocido”), resultó ser lo más normal de la vida y tenía nombre y apellidos propios: se llamaba Falso despertar y Parálisis del sueño. En el primero, uno sueña que se ha despertado, es decir, tú crees que ya estás viviendo la realidad y actúas muy campante, como silbando en medio de un día soleado; pero no, ¡estás dormidísimo! Y la parálisis del sueño sucede durante la etapa REM del sueño (Movimiento ocular rápido, por sus siglas en inglés), en la cual el cuerpo queda paralizado por un mecanismo cerebral que impide que los movimientos que se producen en el sueño se lleven a cabo de forma real por el cuerpo, ya que esto podría poner en peligro la propia integridad física, moviéndose únicamente los ojos. He ahí la explicación, fácil y sencilla. Por eso no me podía mover, y por eso no pude gritar para que alguien me escuchara y me sacara de ese letargo involuntario. También leí que “debido a las características que presenta este tipo de fenómenos —dice el doctor Carlos Solís Pérez en otro artículo— la gente lo ha asociado a aspectos de tipo paranormal, embrujos o demoniacos, relacionados con seres malignos, ya sea personas, fantasmas o animales. Pero la realidad es que esa sensación puede ser resultado del estrés y la ansiedad, o bien de abundante alimentación antes de ir a dormir, de falta de vitaminas o de problemas con la dieta.” Ahí lo tienen, sólo fue un problema fisiológico. No se hable más del asunto.
Aunque, esa misma noche, antes de dormir, le platiqué a mi novia la experiencia pero sazonado con un poco de limón y reteharta salsa, ya saben, nomás por el puro placer de exagerar al máximo las pequeñeces de la vida, y cuando terminé de contarle se puso seria. Yo también me puse serio por su seriedad. Le pregunté, “oye mi amor, ¿no te gustó lo que te conté o tú también tuviste una experiencia similar en el pasado?” Siguió en silencio. Me preocupé. Con un poco de desconfianza, con voz entrecortada, soltó las palabras que me pusieron la carne de gallina: “La persona que me describiste en tu sueño era mi papá”, que había fallecido hace 4 años al que yo, por supuesto, nunca había visto.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Décimas polvorosas


Aquí les dejo estas décimas extraordinarias que mi gran amigo Trejo (cantautor lagunero) escribió generosamente para este blog. Gracias, vato:


Por eso entre líneas digo
Mi anuncio, mi comercial:
Otro maíz al maizal
Se suma como testigo.
Inauguró un blog mi amigo,
Como manda o penitencia.
La religión y la ciencia
Convergen en este espacio,
El papa, Borges y Horacio,
Asisten con diligencia

En red a este vecindario
A esta caja de pandora,
Que no excluye ni adora.
Pues da lo mismo un sicario
Con metralleta o rosario,
O un fray comiendo manzanas,
Que esconde tras la sotana.
Que sirva de suerte, pues,
Lo que ha dejado Espinel
Y que ensayé esta mañana.

Ya con ésta me despido
Como invitación formal.
A un lado del mezquital,
Donde está el cactus erguido,
Este buen blog ha nacido.
Prepárense pues, de veras,
Es zona de tolvaneras
Con un punto y blogspot.
Venga, señora, señor,
Encontrará lo que espera.

martes, 3 de noviembre de 2009

Pequeñas dosis de electroshock al cuento clásico


Es un placer ver, para amantes del cuento como yo, que un libro de relatos salga a la luz pública, y más aún, que dicha colección sea dada a conocer en la región en la que uno vive, en estos tiempos en los que, supuestamente, el cuento, como género literario, agoniza. Son cada vez más los escritores que van mudando de piel y vislumbran en la novela, una forma garantizada de ver publicada su obra. Lamentablemente, las editoriales a nivel nacional e internacional (como Alfaguara, Planeta, por mencionar sólo algunas), les dan la razón: La aparición de nuevos libros de cuentos en las librerías, no digamos laguneras, ni mexicanas, sino globales, es escasa. La atención generalizada de los lectores, por consecuencia, se enfoca en la novela, y de manera simplista —en el peor de los casos—, en la novela comercial, aquella que podemos desechar a la basura sin haberle hecho daño a nuestro sagrado tótem de las letras mundiales. Aquellos autores que aún apuestan por la narrativa corta ven reflejadas sus esperanzas, entonces, en las editoriales promovidas por fondos públicos o de carácter personal: Y es que no hay otra opción, de verdad, jóvenes y señoritas, más que acogerse a la bondadosa ayuda del gobierno, o de plano, buscar pegarle a un primer puesto en concursos nacionales o estatales para ver si así alguien le hace caso a nuestro pobre libro de relatos.
En este contexto nada alentador para El Cuento (es inevitable acordarse de aquella revista maravillosa del maestro Edmundo Valadés, pues ahí el cuento se regocijaba de existir) emerge de los charcos inexistentes del Río Nazas, “Ojos en la sombra”, de Jaime Muñoz Vargas, acogido por la Colección Siglo XXI Escritores coahuilenses, en el 2007, editado por la UAdeC. Este escritor lagunero, no conforme con haberse hecho una especie de reto al escribir, a la vuelta de cuatro años, poco más de 40 cuentos (como él mismo lo afirmó en la presentación de su libro, en el foyer del Teatro Nazas, ante más de 200 personas), también ha lanzado una advertencia —y con ello, quizá sin proponérselo, una delimitación de sus terrenos—: sus textos atienden a la forma clásica del cuento. ¿Por qué el autor de “Las manos del tahúr” quiso clasificar su narrativa corta? ¿Para que tuviera más credibilidad? ¿Para encauzar la concepción del lector a la hora de que éste engullera sus historias? ¿Para dar, cual paramédico desesperado, una pequeña dosis de electroshock al cuento clásico, que permanece en estado comatoso? Trataré de entrarle al quite, pues, y veré, en la medida de mis precarios conocimientos literarios, si tales escritos encajan en la idea que, el también aficionado a los Vaqueros Laguna, trata de transmitirnos en su epílogo.
Veamos, en primer lugar, a qué se refiere Muñoz Vargas cuando habla de cuento clásico: “Creo con Piglia y con muchos otros narradores/críticos que en todo cuento fluyen dos historias: una evidente y otra filtrada en los intersticios del asunto eje; creo también con el autor de Plata quemada que todo cuento camina hacia adelante pero tiene dos rostros o, si se prefiere, posee ojos en la nuca, lo que le permite avanzar sin dejar de ver un solo momento hacia atrás; creo en la imbatible maquinaria del principio, el medio y el fin incluso en los microrrelatos; creo que cada pieza brilla más si incorpora algún relente de cuidadosa ambigüedad; creo en el fabuloso poderío del recconto; creo que con sutileza deben sembrarse varios pormenores cargados de “proyección ulterior”, como recomendó otro argentino algo famoso; creo por último que en las líneas finales deberá apoyarse el brazo de palanca que empuje hacia la superficie lo maliciosamente enunciado en el corpus de un relato; lo demás —si hay ‘demás’— es encanto, intuición, lo que se trae o no se trae, el tempo, lo que no se puede explicar, el misterioso ‘no sé qué’ (...) No sé si esa sencilla preceptiva fue acatada, así sea parcialmente, en el caso de las diez piezas que configuran este libro. Al menos lo intenté, pues no deseo trazar historias deshuesadas, ‘prosa poética’, ocurrencias pasadas de contrabando como cuentos (…)”
Lo que acabamos de leer es una síntesis casi perfecta de la definición de cuento clásico. Lo que muchos críticos han expuesto en tesis o en libros de estudio del género, Jaime lo ha resumido en pocas líneas: Es más fácil dominar un juego si se conocen de antemano las reglas del mismo. Y más aún. Es mucho más llevadero escribir una historia si se sabe cómo quiere contarse y bajo qué condiciones plantearla. Lauro Zavala, escritor e investigador mexicano, tiene la noción, un tanto similar, de que el cuento clásico es una representación convencional de la realidad: “Siguiendo la poética borgesiana, que establece que en todo cuento se cuentan dos historias, diremos que en el cuento clásico la segunda historia se mantiene recesiva a lo largo del cuento y se hace explícita al final como una epifanía sorpresiva y concluyente.”
En “Ojos en la sombra” encontramos 10 historias divididas en 3 secciones: Frustraciones, Apetencias y Puentes. Esta forma personal de englobar los cuentos obedece a la temática de los mismos. “La insoportable mezquindad del ser”, “Así bailaba Zaratustra” y “Egolatría en defensa propia” conforman la primera de esas partes. En ellos, el autor nos relata en primera persona, con un tono evidentemente humorístico e irónico, las frustraciones irremediables de sus 3 protagonistas, que están en vísperas del fracaso. Ambientados en La Laguna, los personajes son víctimas de sus propias ilusiones: Un aspirante a escritor (que no puede franquear ese vacío creativo) en su rendición definitiva, tiene que conformarse con el premio de consolación que es vender hamburguesas para subsistir, mientras se lleva, en el camino de su desgracia, a un viejo amigo escritor que realmente escribe; o aquel extraño filósofo lagunero, apodado Zaratustra, que ni con todo ese cúmulo de conocimientos, que gira en su cabeza como tolvanera desquiciante, puede tener un mínimo de sentido común para ligar a una apetecible jovencita; o el renombrado investigador literario, que busca posicionarse en su nueva plaza en el gobierno, y por su egoísmo descarnado, no logra darse cuenta que una secretaria ha puesto sus nobles ojos en sus huesos. Estos cuentos logran crear la tensión natural necesaria para que el lector no pierda de vista los pormenores de la trama. En una lectura superficial, podemos rescatar una historia aparentemente anecdótica, donde suceden una serie de hechos con una secuencia lineal y tal vez sencilla; pero ojo, al adentrarse en la estructura narrativa de fachada simple, se va dando uno cuenta que hay algo más: es ahí, precisamente, donde podemos apreciar la malicia del autor. Nos vamos dejando llevar por la corriente de los acontecimientos, río abajo, cuando no sospechamos siquiera, que es el mismo escritor quien ha preparado ya los cauces necesarios para llevarnos directo a donde desemboca una cascada: una vez en picada, no podemos volver atrás; el autor nos tiene a su merced. Cuando menos esperamos, vemos que esa historia ocultaba otra todavía más trascendental y que se lee entre líneas, en otra relectura, como en una especie de revelación. Todo cuento que no da lugar al asombro, no merece sobrevivir en esta jungla que llamamos literatura.
En “Apetencias” encontramos “Tras el rastro del orgullo”, una increíble y rara historia de un detective literario que con sus conocimientos en las letras latinoamericanas logra descifrar el misterio detrás de un secuestro no sabemos si ficticio o real. “Papá Matías” dejar ver, hasta ahora, un cambio en la estructura clásica del cuento, para encajar, creo yo, más bien en el concepto de cuento moderno; hablo de esos giros cortazarianos en los que no sabemos en qué momento la realidad y el tiempo literarios se mezclan, se funden, como teoría de la relatividad, para dar paso a una nueva manera de contar las cosas: la de un escritor describiendo una historia que a final de cuentas era sólo el argumento de uno de sus relatos, en donde una jovencita trata de sacar adelante la economía familiar, a pesar de la actitud al principio conservadora del padre, y que para cuidarla de los borrachos, tiene que llevarla él mismo al bar donde trabaja de mesera, en los diablitos traseros de su bicicleta. “Transmisión diferida” es la historia más larga de la compilación y la más divertida. En ella, el narrador nos da los pormenores de un tipo que trata de aventurarse en un canal miserable de televisión, el 2. Él y un amigo se ven de pronto envueltos en la narración de un partido de futbol americano (que nadie verá), sin saber que su esfuerzo, al final, será engullido por una falla técnica propias de un canal televisivo que sobrevive de puro milagro.
En Puentes, leemos a un escritor con un tono solemne y con tintes extrañamente políticos. En “Cross al ángel rubio” el autor vierte una vivencia cruel sobre la Argentina del 78, y menciona, con un acento argentinizado (producto, quizá, de sus ya constantes viajes a la tierra de Borges y de Sábato), a grandes autores como Tomás Eloy, Piglia y Walsh; “Las grandes alamedas” muestra a un niño precoz de nombre Antar, donde su infancia queda marcada por la política, en lugar de ir a jugar futbol o cazar lagartijas con los otros niños, evocando, de paso, el último discurso apasionado y conmovedor de Salvador Allende, antes del golpe militar en Chile; y “Soy Bonavena” recuerda aquel relato memorable de Cortázar, “Torito”, donde Muñoz Vargas, a través de su narrador, se pone en la piel de un boxeador retirado que añora los buenos tiempos cuando era famoso y conocido en todo Gómez Palacio. “Venganza en Buenos Aires”, es quizá el cuento menos afortunado de la colección, de un tipo que lo estafan doblemente en aquel D.F. Argentino.
En suma. Es notable la evolución del lenguaje utilizado por Muñoz Vargas: una prosa limpia, un habla identificado plenamente con la Comarca Lagunera, pero que puede ser interpretado por cualquier lector del mundo debido al trabajo concienzudo y eficaz de su pluma metafórica, que utiliza de manera totalizante e incisiva, dando muestras de lo bien engrasadas que están sus herramientas literarias, propias de un oficio que ha perfeccionado a lo largo de su carrera. Jaime, hay que decirlo, se ha convertido, si no en el mejor escritor lagunero, sí en el referente obligado para situar nuestra literatura a nivel nacional. Uno se queda corto al decir esto, pues debido a la generosidad del escritor gomezpalatino, nuevas generaciones, en la que me incluyo, se han formado en la escuela literaria que es su persona; además de las muchas presentaciones, e innumerables eventos, a los que acude con o sin paga de por medio, para enriquecer el mundillo cultural en el que estamos sumergidos.
Entonces, amables lecto-escuchas, ya para cerrar esto de trancazo, me pregunto: ¿Qué clase de cuentos querrán leer o escribir las nuevas generaciones? ¿A qué tipo de lectores querrán dirigirse los nuevos cuentistas? ¿A los lectores de literatura comercial? ¿O acaso a un público selecto, una especie de lector inteligente? ¿De qué herramientas se valerá el autor para vaciar sus historias cortas? ¿El cuento clásico busca un público menos exigente y el moderno o posmoderno uno más especializado? Eso, depende, obviamente, de la pericia del escritor, y no está peleada una cosa con la otra, por supuesto. Por lo pronto, me conformo con pensar que los cuentos que ahora nos presenta Jaime, serán un deleite vital para los lectores, y servirán, al mismo tiempo, para darle un respiro de boca a boca a ese género que, por momentos fugaces, parece desfallecer. Hablo, señores, de esa forma sabrosa, y quizá la más efectiva, de contar una historia en pocas cuartillas: el cuento clásico.

La moral


Hace poco vi dos películas en el cine que me provocaron un debate interno acerca de hasta qué punto el Hombre puede autoengañarse al vivir sumergido en las profundidades de un mundo moralmente correcto. Se presentan en ellas dos situaciones. Pongan, pues, ustedes atención: Un hombre tiene un romance con una mujer. Parecen ser la pareja perfecta. Se aman. Son, de manera simultánea, el amor de sus vidas; pero una chica se interpone en la relación. Con mentiras, con malos entendidos, “la mala del cuento” provoca que la pareja tenga un rompimiento. Pasan los años, cada quien hace su vida y consiguen nuevos amores: el hombre se compromete con una joven estudiante y la mujer hace planes para irse a vivir con el chico en turno a la bella ciudad de Paris. Todos felices hasta aquí. Hasta que por obra del destino (dirían los románticos), los exnovios se reencuentran. Con ello surgen también los antiguos calores corporales, las viejas sensaciones, los recuerdos punzantes que cosquillean el alma. Saben en el fondo que siguen amándose. Aunado a ello, la chica que se había interpuesto entre ellos les confiesa, en un arrebato de culpabilidad, que ella lo había provocado todo, su rompimiento y mortal desilusión. La antigua pareja, asimilando esta tremenda revelación, al ver el grave error en el que habían caído, deciden volver, importándoles poco, o más bien nada, que a sus respectivos amores se los llevara la fregada. Es aquí donde me entra el dilema. ¿Qué podían haber hecho? ¿Seguir con sus vidas como si nada hubiera ocurrido? ¿Dejarse llevar por el cauce natural de las cosas? ¿Qué es lo correcto aquí, moralmente hablando? ¿Hacerle caso a lo que dicta el corazón? ¿O hacerle caso a los libros que hablan acerca del bien y el mal? ¿Qué es más malo?: ¿Darles una patada en el trasero a sus respectivas parejas para volver ellos, o cercenar de tajo sus propias pasiones para seguir en la estabilidad de sus actuales compromisos? Yo aún no lo sé. Quizá todos haríamos lo que efectivamente terminaron haciendo, pero mi pregunta no era esa, sino la otra ya planteada con diferentes matices.
En fin. En la otra película se plantea lo siguiente: En un terrible accidente de carros mueren siete personas. El hombre que manejaba uno de los coches (y que provocó la colisión al contestar un mensaje en su celular) misteriosamente sobrevive. Pero de ahora en adelante, la culpa no lo dejará vivir en paz. Después de una bien elaborada trama, descubrimos que este tipo, para compensar el acontecimiento desafortunado, habrá de escoger a siete buenas almas (en este mundo despiadado) para regalarles algo de sí, no sólo dinero o apoyo moral, sino que, ¡agárrense!, planea quitarse su propia vida para donarles sus órganos. Aquí es donde me entra el dilema otra vez. ¿Puede hacer uno cosas buenas con cosas malas? ¿Puede uno hacer con su vida lo que le plazca al grado de regalar a los demás sus órganos en el momento en que uno lo determine, aún a costa de la propia vida? ¿Qué no el suicidio es considerado en muchas culturas como algo malo? ¿Quién determina qué pagos o qué castigos debemos cumplir para enmendar los daños que hemos provocado en el pasado? ¿Existe un catálogo certero que indique los pasos que debemos seguir para sanar nuestras almas? ¿Puede uno pasarse la vida haciendo el bien sin contradecirse? ¿Se pueden equilibrar perfectamente nuestras acciones de manera que lo que hagamos resulte bueno siempre? ¿Puede uno, en medio de un laberinto de sensaciones, vivir sumergido en las profundidades de un mundo moralmente correcto?
Yo no lo sé. De ahí que les preguntara.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Forastero


Lo que descubro en este pueblo no es nada nuevo: cada país, región o ciudad (incluso cada barrio) tiene sus propias costumbres. Las sociedades van estableciendo las reglas de convivencia que sus ciudadanos irán asimilando con el paso de los años, para forjar así, las formas de vida propias de cada lugar. De esta manera, un grupo de habitantes puede tener costumbres distintas a las de su comunidad vecina, no importando que los divida, apenas, una sola calle: las reglas cambian con pasar de un ámbito a otro.
Allende, Nuevo León (ciudad a 45 mins. de Monterrey y lugar donde ahora radica un servidor) no escapa a estos conceptos de territorialidad. Sus pobladores han establecido a lo largo de su existencia una serie de reglas no escritas que se tienen que acatar sin excepción —aunque no formen parte de las leyes de gobierno—, pues se corre el riesgo, de no hacerlo, de ser rechazado socialmente (en el mejor de los casos) y ser visto con malos ojos ante la moral ya establecida. Esto es muy común en todo el mundo a pesar de estar en plena era de modernidad. Pero la realidad es que así son las cosas por aquí, y llama la atención la cercanía geográfica pero, irónicamente, una distancia ideológica con sus vecinos los regios, donde, estos últimos, han adquirido una forma de vida anárquica comparada con la del resto del norte… Es extraño, pero cierto.
Estas son, pues, algunas de esas reglas no escritas que nos encontraremos, invariablemente, entre los allendenses, y las presento aquí como si un patriarca de barbas blancas, botas y sombrero, las estuviera dictando desde la cima de una montaña:

1. Pasearás por las calles, con el volumen del estéreo a toda potencia, con música preferentemente norteña. No importa la hora, no importa el momento: Los bajos deberán retumbar los cristales de las casas por donde transita el automóvil; qué le hace que se despierte la gente, qué le hace que los vecinos necesiten seguir descansando. Deberá sentirse nuestra presencia, la gente deberá saber que pasamos por ahí.
2. Si eres muchacha deberás haberte casado antes de los veinte años: después de esa edad, pasarás a ser oficialmente una “quedada”.
3. Si eres alcalde o regidor, no permitirás que se establezcan cines, antros o salas de masaje, pues estos lugares de perdición podrían quebrantar la tranquilidad moral de nuestros ciudadanos.
4. Si tienes lana o eres narco, tu casa deberá rallar en lo ostentoso, tendrá habitaciones amplias, patios bien cuidados, con 2 o 3 autos de lujo estacionados en sus cocheras.
5. Los jóvenes deberán pasearse los fines de semana alrededor de la Parroquia de San Pedro Apóstol, dando vueltas y vueltas en sus coches (ver regla 1) hasta el infinito, y estará estrictamente prohibido bajarse a hacer plática con los demás chicos, que también estarán dando vueltas sin cesar.
6. Habrá uno o dos gimnasios, cuando mucho. Las mujeres que asistan a estos lugares del demonio (en caso de que sus maridos les den el debido permiso) deberán ser recatadas. Harán su rutina de manera silenciosa, sin intercambiar palabra con hombre alguno, y de atreverse a hacerlo, la plática no deberá sobrepasar los 2 minutos y sólo será para intercambiar datos muy prácticos, como el clima, o preguntar si ya ha desocupado tal aparato de ejercicio.
7. Deberás acelerar tu coche a más de cien por hora, aunque tengas que pararte en cada esquina para respetar el alto. De lo que se trata es de que tus llantas rechinen y se escuche el estruendo de tu motor hasta Santiago, pueblo vecino.
8. Los hombres deberán saludar a toda aquella persona que se cruce en su camino, sin discriminar color, posición o musculatura, pues el saludo permite establecer vínculos sociales con sus conciudadanos. De no responder el saludo la persona aludida, se sabrá entonces que es un forastero, el cual seguramente pretenderá, de una forma u otra, quebrantar el equilibrio establecido, pues más le valiera a esa persona acostumbrarse a estos oficios menesterosos, si no quiere morir de aburrimiento en el intento.

La bienvenida

Novia, familia, amigos, desconocidos, prófugos de la justicia, vouyeristas, señor interventor de la Secretaría de Gobernación, vatos y vatas, gente sin quehacer... Queda oficialmente inaugurado este espacio [escuela, deportivo y/o parque de entretenimiento] para su insano esparcimiento. ¿Para qué? Pues para parlotearles un poco de lo que sé o creo saber más o menos bien: sobre mi vida, la literatura, la música, y una que otra burrada que vea por ahí y que me parezca interesante chismearles. No seré ambicioso: los grandes temas se los dejo a los sabiondos... Prometo lanzar por lo menos un texto semanalmente, es decir, los textos saldrán calientitos los lunes por la mañana; o depende: si ando de buenas, pues unos dos, manquesea... Sale, pues, espero no desperdiciar (de forma lamentablemente) los 5 minutos que le dediquen a la lectura de este blog... ¡Adiós, Nicanor!